Este relato, está extraído de un libro que lleva muchos años en mis manos, un libro de tres, de La gran crónica de la segunda guerra mundial, de SELECCIONES DEL READERS DIGEST del año 1965 y a su vez, este libro toma el relato del libro THE CRUEL SEA, del año 1951. Personalmente, me pareció un relato interesantísimo, por lo que decidí transcribirlo por completo y compartirlo con vosotros. Lo haré en varias veces, pues es un tocho, tampoco incluiré fotos, para que no se haga demasiado largo este post, pero si vosotros queréis poner alguna, tampoco vendría mal.
Espero que os guste.
1ªParte.
La partida que se estaba jugando en el mar parecía inclinarse peligrosamente a favor del enemigo. Los alemanes llevaban la iniciativa en dos terceras partes del Atlántico y sus implacables ataques se hacían cada vez más violentos y eficaces. Se diría que una gran mancha de de aceite negro invadía progresivamente la inmensidad del océano, donde las zonas de seguridad se iban reduciendo y las aguas mortales se iban ensanchando. Los convoyes libraban una larga y sangrienta batalla contra enemigos cada vez más numerosos.
Porque el enemigo no sólo se multiplicaba; también se organizaba. Los submarinos cazaban ahora por <jaurías>, en grupos de seis o siete, que rastrillaban una gran extensión de rutas marítimas y reunían todas sus fuerzas tan pronto descubrían un convoy. Disponían en Francia, en Noruega y en litoral báltico de bases perfectamente equipadas y de aviones de gran radio de acción que e dedicaban a descubrir las presas. Su primer ataque en masa echó a pique 10 de los 22 barcos de un convoy. A partir de aquel momento, el ritmo de torpedeamientos creció de manera inquietante: 53 en un mes, 57 en otro. Los submarinos extendieron progresivamente sus operaciones hacia el oeste, de tal suerte que pronto no hubo, en medio del Atlántico, ninguna zona segura donde pudieran dispersarse los convoyes. Ni las islas británicas, ni el Canadá, ni Islandia se hallaban en condiciones de garantizar protección aérea suficiente, y el aguante de los buques de escolta tenían sus límites. La mancha de aceite se extendía, pues, a su placer, y los barcos aliados desaparecían a un ritmo alarmante. La defensa, naturalmente fue reorganizada. Las patrullas aéreas extendieron su radio de acción; se dotó a algunos barcos mercantes de cazas, que despegaban en catapultas, y el armamento de los buques de escolta se fue modernizando poco a poco. Estas mejoras costaron a los alemanes la pérdida de siete submarinos en sólo un mes, a mediados de 1941, cifra máxima de toda la guerra. Pero ¿Qué significaban siete submarinos? Los sumergibles proseguían su caza, siempre demasiado numerosos, mientras que los Aliados no disponían de suficientes buques escoltas para proteger con eficacia a sus convoyes.
El <Compass Rose> se encontraba en el centro de esta carnicería. Sus tripulantes se habían acostumbrado a oír mugir la sirena de alarma y la vista de los desgraciados náufragos que eran izados a bordo ya no les impresionaba. Curtidos por el espectáculo del sufrimiento y la destrucción, concentraban todos sus esfuerzos en salvar el mayor número de hombres con el propósito de enviarlos nuevamente a la lucha lo antes posible.
Aún realizaron cuatro misiones de escolta en las condiciones difíciles, penosas y dramáticas que eran ya acostumbradas en todos los convoyes. Y luego, una reforma del buque les proporcionó un largo permiso, su primer verdadero descanso desde que habían embarcado en el Compass Rose.
Les costó trabajo reconocer al Compass Rose después de la reforma. El barco parecía haber sido borrado definitivamente de la categoría de corbetas para ascender a un rango tan honorífico como inesperado. Su nuevo puente era la réplica exacta de un destructor. Se le habían aumentado la provisión de cargas de profundidad y el número de piezas de artillería antiaérea, dotándole además de un aparato sensacional: el radar. Ya sería innecesario torturarse la vista por la noche buscando un barco perdido o un convoy de regreso. Se les vería claramente en la pantalla, que revelaría su presencia a muchas millas de distancia. El radar, arma defensiva que los alemanes desconocían, iba a establecer un equilibrio de fuerzas en el Atlántico al evitar los ataques solapados gracias a su maravilloso mecanismo, que fue el mejor descubrimiento que la ciencia pudo ofrecer a los Aliados.
Después de este reposo bienhechor, volvieron gustosamente a formar parte de una escolta reforzada –dos destructores y cinco corvetas-, encargada de proteger 21 mercantes que, abarrotados de carga, se dirigían a Gibraltar.
Pero no pudieron hacerse ilusiones mucho tiempo sobre la facilidad de su nueva misión. La fiesta se reanudó con la aparición de un cuatrimotor de reconocimiento FockeWulf, que surgió del este y empezó a describir amplios círculos en torno al convoy, manteniéndose prudentemente fuera del alcance de los cañones. No era la primera vez que recibían una visita semejante, y no cabía la menor duda sobre las intenciones de aquel aparato. Pero esta vez la incursión enemiga se producía al iniciarse su viaje. El cuatrimotor se retiró al anochecer. Sobre cubierta, y mientras preparaban el camuflaje nocturno del buque, los tripulantes le vieron partir haciendo pronósticos pesimistas. Ericsson, el comandante, resumió el pensamiento de todos.
-Para él es coser y cantar- gruñó-. Le basta con girar a nuestro alrededor y emitir una señal para que a cien millas a la redonda todos los submarinos se dirijan hacia nosotros. Ojalá se levante un poco de viento, porque con este tiempo tenemos todas las bazas en contra.
Nada ocurrió aquella noche, aparte de un mensaje del Almirantazgo al jefe de la escolta:<cinco submarinos en su sector. Algunos mas se le incorporan.> Cuando cayó la noche, el convoy modificó su ruta para despistar a los submarinos que el avión había lanzado a perseguirles. La maniobra debió dar resultado, o bien los submarinos estaban demasiado lejos al recibir el aviso; el caso es que las cinco horas de oscuridad transcurrieron sin incidente y que en la pantalla del radar la masa compacta de los mercantes rodeada de buques escolta avanzaba con regularidad, tranquilamente, sin llamar la atención. Al amanecer, el <Viperous>, que mandaba la escolta, al hacer su ronda habitual alrededor del Convoy dijo al pasar cerca del Compass Rose: ¡Me parece que los hemos despistado! Pero cuando la estela del Viperous comenzaba a bambolear al Compass Rose se oyó el zumbido de un avión, y otra vez el espía empezó a evolucionar alrededor del convoy.
Al mediodía torpedearon el primer barco, que se incendió. Era un gran petrolero. Los 21 barcos del convoy, cuya mayor parte debía seguir rumbo a Malta, eran presas apetecibles y de importancia. La batalla, que duró ocho días, impuso un pesado tributo al convoy, que cada noche veía reducirse el número de sus unidades con terrorífica regularidad. Los buques se defendían lo mejor posible. Pero la lucha era desigual y su coraza defectuosa no resistía los golpes de un enemigo que les atacaba por todas partes a la vez.
¡Seis barcos perdidos! ¡Seis barcos en dos días! Y aún les quedaba una semana de navegación antes de entrar en aguas territoriales. Sin embargo, la suerte pareció sonreírles. Dos noches muy oscuras y un nuevo cambio de rumbo despistaron a sus perseguidores. El convoy, reducido a 15 unidades, forzaba la marcha hacia el sur, el horizonte de la seguridad. La esperanza renace a bordo del Compass Rose. ¡Después de todo, tal vez acaben por llegar a puerto!
Prosiguieron así durante dos días y dos noches; luego el avión los descubrió y reanudo su monotonía infernal. El primero que lo oyó fue Rose, el joven timonel. Era un ligerísimo temblor muy arriba, en el cielo; un ronroneo imperceptible, que anunciaba que ya habían sido descubiertos.
-¡Ahí está!- gritó de pronto, señalándolo con el dedo.
Por un costado, surgiendo de la nacarada bruma matinal que aún cubría el horizonte, apareció el avión enemigo. Todos los tripulantes lo contemplaron, unidos por el mismo sentimiento de rabia y de odio. ¡Era tan desleal!... Todavía, con los submarinos había alguna defensa. Bastaba con que un poco de mal tiempo ayudase a los marineros para que el convoy, a fuerza de astucia y cambio de dirección, escapase a sus perseguidores. Pero no existía ningún medio de evitar la indiscreción de aquel pérfido observador, de aquel rapaz mensajero que venía de otra esfera. Al divisar un avión, los marineros experimentaban una sensación de impotencia y de desamparo que degeneraba en una rabia, tanto mayor cuanto que se sabían que era completamente vana.
El avión debió realizar su misión con rapidez y los submarinos no debían estar lejos, puesto que doce horas mas tardes, reanudaron su ataque, y el balance de aquella noche se saldó con la pérdida de otros dos barcos de un convoy ya bastante disminuido. La caza proseguía y la jauría redoblaba su encarnizado ataque. Para defenderse, los buques de escolta contraatacaron con cargas de profundidad y el convoy cambió de ruta y aumentó su velocidad. Todo aquello sin resultado. Amaneció el sexto día, cayó la sexta noche y a las doce exactamente sonó la alarma: el primer cohete de auxilio se elevó en la oscuridad, indicando que un barco acababa de ser herido de muerte y pedía socorro. El mercante ardió mucho tiempo, reflejando en el agua fulgores infernales; pronto su masa incandescente, que el oleaje mecía con lentitud, fue solo una especie de hoguera aceitosa y vacilante que iba quedándose atrás. Los tripulantes disfrutaron entonces de dos horas largas de tregua, durante las cuales se quedaron tumbados en sus puestos de combate. El convoy las aprovechó para apresurar su marcha hacia el sur, a favor de una noche sin luna.
El día séptimo, a medio día, solo quedaban 11 barcos de los 21 de que estaba compuesto el convoy. Dejaba tras de si 10 excelentes mercantes hundidos, un número incalculable de hombres ahogados y un buque escolta, el Sorrel, igualmente perdido. Era terrible pensar que durante centenares de millas el océano estaba sembrado de toda aquella cantidad de aceite, restos de barcos y cadáveres.
De hecho, la agresividad de uno de los dos adversarios y los inútiles intentos que el otro hacía para esquivarlo daban a aquel combate el aspecto de una lucha desigual. En efecto, se enfrentaban muchos submarinos con muy pocos buques de escolta y no existía la menor esperanza de que llegasen a igualarse las fuerzas.
Sólo un milagro podía sacar al convoy de la red en que había caído, y, por desgracia, el milagro no se produjo. Sentenciados a un fracaso cierto, los barcos se veían reducidos a estrechar sus filas, manteniendo la mayor velocidad posible, y a sudar la gota gorda hasta el final.
Jamás se había visto el Compass Rose tan abarrotado de náufragos. Catorce oficiales de la marina mercante se alojaban en el comedor de oficiales y 121 marineros se hacinaban de día en la cubierta superior y se agolpaban por la noche en la cámara de marinería para comer, dormir y esperar a que amaneciera.
La séptima noche, la jauría de submarinos sólo tuvo un barco para llevarse a la boca: el mas pequeño mercante de todo el convoy: Fue alcanzado en la popa y se hundió sin prisas. Sólo se perdió un hombre de toda su tripulación: un marinero enloquecido que saltó – o creyó saltar- sobre el agua, pero cayó de cabeza en el centro de una lancha de salvamento. En aquel clima de hecatombe hay que confesar una caída tan cómica casi hacía sonreír. Ello no obsta para que aquel barco fuera el undécimo que se hundía. Finalmente, en la octava y última noche hubo más horrores de los precisos para borrar el recuerdo de las escasas horas de tregua que los marineros habían tenido en el transcurso del viaje.
Aquella noche, a 300 millas de Gibraltar, el convoy perdió otros tres barcos, uno de ellos un gran petrolero, al que asistió en sus postrimerías el Compass Rose. La corbeta navegaba pegada al mercante cuando un torpedo lo incendió. La corbeta se puso inmediatamente a describir círculos en torno al barco siniestrado; pero el petróleo que manaba de sus flancos abiertos se inflamaba al momento, extendiéndose sobre el mar como un tapiz en llamas, que bien pronto alcanzaron 15 metros de altura. Destacándose sobre el telón de fondo incandescente, el Compass Rose se podía ver a varias millas a la redonda y era un blanco insuperable a pesar de sus rápidas evoluciones. Ericson se preguntaba si debía detener el barco para recoger a los supervivientes o si no sería más prudente no correr el riesgo de inmovilizarlo ante aquel muro luminoso. ¿Había que exponer 200 vidas para salvar 50? Terrible responsabilidad, que en aquel momento nadie hubiera querido asumir.
Finalmente llegó la orden, breve y categórica:
-¡Paren máquinas!
-¡Paren máquinas, capitán!... ¡Máquinas paradas, timón a la vía, capitán!
Luego Ericson llamó al primer oficial:
-¡Lockhart!
-¡A la orden, mi capitán!
-Ocúpese de recoger al los supervivientes. No podemos botar lanchas al agua. Tendrán que nadar o remar hasta nosotros. ¡Caramba! No pueden dejar de vernos con esta maldita iluminación.
-¡A la orden mi capitán!- respondió Lockhart.
El comandante añadió con voz tranquila:
-No hay tiempo que perder.
De repente un manto de silencio envolvió al Compass Rose, que, habiendo parado sus máquinas, esperaba balanceándose a la luz de las llamas. Lockhart dirigía con serenidad los preparativos de salvamento. Hizo preparar una trinca para los heridos y colocó en los costados del barco grandes redes, trepando por las cuales los náufragos podrían subir a bordo.
Entonces empezó la operación de salvamento, que, aunque llevaba a toda velocidad, les pareció interminable. Ya en el fin de aquel torturante viaje, los marineros, extenuados, se estremecían ante la idea de quedar inmovilizados durante unos minutos sobre un buque tan peligrosamente iluminado.
- Si esta vez no nos hunden- comentó Wainwright, el cabo torpedista-, es que los “Fritz” no merecen ganar la guerra.
Los salvadores recogieron a los supervivientes de tres lanchas y a un puñado de nadadores. Los tripulantes que tenían algo que hacer, estaban de suerte; los que sólo tenían que esperar, como Ericson en el puente de mando o los fogoneros bajo la línea de flotación, tuvieron la oportunidad de conocer durante aquellos momentos de angustia el verdadero significado de la palabra miedo.
Nada ocurrió, y en esto consistió el milagro de aquella noche.
Cuando ya no quedaban náufragos, la corbeta reemprendió su ruta. De un extremo a otro de la embarcación, el trepidar de las maquinas fue acogido con una mezcla de alivio y estupefacción. El Compass Rose sin haber tenido que arrepentirse de su temeridad, no tardó en alejarse de las llamas y el olor a petróleo con una carga suplementaria de supervivientes arrancados a la muerte.
Pero un barco mas fue echado a pique antes de amanecer, y entre dos luces el Compass Rose fue testigo del último drama del viaje.
Un tercer mercante, situado al extremo de la fila, fue torpedeado y comenzó a escorarse con rapidez. Luego fue hundiéndose lentamente, sin que ninguna de sus lanchas fuese botada al agua. ¿Esto fue debido a la mala organización o a la imposibilidad material, causada por la escora de había provocado el torpedeamiento? El caso es que su tripulación tuvo que saltar al agua para alejarse a nado y evitar la terrible absorción. Cuando el barco se acostó totalmente y desapareció en un gran remolino, Ericson dirigió el Compass Rose hacía las cabezas que se agitaban en el agua. Pero el salvamento no se realizó porque en el preciso momento en que el capitán abría la boca para dar la orden de lanzar la chalupa, el ASDIC registró un contacto, un eco submarino tan claro y tan preciso que sólo podía tratarse de un sumergible.
Al percibir el eco. Lockhart, que se hallaba en su puesto, sintió que el corazón se le paraba. ¡Tenía que suceder!... Gritó por la porta abierta:
-¡Eco! ¡Situación: dos dos cinco a babor!
Luego volvió a inclinarse sobre el aparato y concentró en él toda su atención. Ericson ordenó inmediatamente:
-¡Avante toda!
El Compass Rose se alejó apresuradamente del emplazamiento indicado para aumentar la distancia, pies si tenía que lanzar de un momento a otro granadas submarinas, sería preciso tomar espacio suficiente para adquirir la velocidad necesaria.
-¿Qué pasa, Lockhart?-gritó el capitán.
El primer oficial escuchó el áspero ruido metálico y lanzó una ojeada al gráfico antes de contestar:
-Un submarino, mi capitán. No puede ser otra cosa.
Continuó detallando las marcaciones y las distancias mientras Ericson se preparaba a lanzar su barco a la velocidad de ataque y a arrojar en el trayecto un rosario de granadas submarinas. De repente, y en el momento en que el Compass Rose ponía proa al objetivo y adquiría la velocidad precisa, todos observaron algo que no habían notado hasta entonces: el punto exacto donde se encontraba el submarino, el sitio donde debían lanzar sus cargas de profundidad era un hormiguero de náufragos que nadaban hacía un hipotético socorro.
Ericson tuvo la sensación de que le habían dado un puñetazo en la boca del estómago.
Había unos cuarenta nadadores, agrupados en una zona muy reducida. Proseguir el ataque sería matarlos a todos. Ericson, desgraciadamente, conocía de sobra los terribles efectos de la explosión de una tanda de granadas en el agua, la explosión que laventaba un enorme geiser en el mar, sembrándolo de algas destrozadas y peces muertos. Pero esta vez no se trataba de algas ni de peces, sino de seres humanos, de náufragos que nadaban confiados hacia él, llenos de esperanza… Y sin embargo, allí estaba el submarino. Era uno de los perros de la jauría que día tras día les había acosado y desangrado, un asesino cuya destrucción era mas importante que todo, aunque solo fuese por el daños que podía seguir haciendo a otros barcos. Transcurrían los segundos mientras Ericson luchaba contra sus escrúpulos y su consideración, que ya estaban a punto de dominarle. El manual ordenaba:- Atacar, cueste lo que cueste-. Vivía una de las páginas mas penosas del libro; la vida de aquellos hombres que nadaban en el mar cruel no debía ser tenida en cuenta desde el momento en que se trataba castigar a un asesino. Todavía, durante unos instantes, buscó a su alrededor el apoyo y la confianza que necesitaba para cumplir su espantosa obligación:
-¿Y ahora, Lockhart?
-Siempre igual mi capitán…Eco sólido, dimensiones reconocibles… Es, indudablemente, un submarino.
_¿Se mueve?
-Muy despacio.
- Hay hombres nadando exactamente en ese sitio.
-¡Qué se le va hacer! Tienen un submarino debajo.
-Entonces, sea!- Pensó Ericson, refugiándose en un inesperado acceso de crueldad.
-Vamos a atacar… Sin más vacilaciones se volvió hacia la popa y dio la orden al equipo encargado de lanzar las cargas: -¡ A sus puestos para el ataque!
Continuará…
Mar cruel.
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2 Parte
Los náufragos hicieron gestos de desesperados cuando comprendieron lo que pasaba. Unos gritaban, otros trataban de esquivar la proa de la corbeta, nadando furiosamente con la esperanza de salvarse; otros, en fin, menos perspicaces o más próximos al agotamiento, creyeron que el Compass Rose volaba en su socorro, y estuvieron sonriendo y agitando la mano hasta su último instante…
El barco se metió entre ellos como un ángel exterminador. Una idéntica expresión de estupor y de espanto se dibujó al momento en los rostros de los náufragos y en los tripulantes del Compass Rose.
Transcurrieron unos minutos mortales, durante los cuales los náufragos y los tripulantes del Compass Rose tuvieron tiempo de mirarse unos a otros. Todavía brillaba en sus ojos, desorbitados por el espanto, un destello de incredulidad. Luego se oyó un siniestro martilleo: las cargas de profundidad estallaban.
Nadie se atrevió a mirar a Ericson cuando salieron de la zona de explosión. Y mas valió que fuese así, pues los tripulantes se habrían aterrado viendo el espanto que reflejaba el rostro lívido del capitán.
Cuando después de haber atravesado el estrecho, después de haber aspirado el cálido perfume de África a la altura de Ceuta, enfilaron su ruta hacia Gibraltar, todos se hallaban en un estado próximo a la desesperación. La prueba, en verdad, había durado demasiado tiempo; había costado demasiado cara y la expedición arrojaba un doloroso balance. La tripulación había permanecido constantemente, durante ocho días, en sus puestos de combate, sin dormir, sin tomar otro alimente que unos sándwiches de carne en conserva acompañados de un poco de cacao. El peligro había estado acechándoles continuamente, sin tregua ni descanso, y el hambre, la sed y la fatiga habían constituido su pan de cada día. Y, finalmente, habían tenido que mantener una vigilancia constante en un buque desorganizado por la multitud de náufragos recogidos, que triplicaba el número normal de personas a bordo. Y todo ello inútilmente; no se podía imaginar un derroche de energía más estéril. Además del Sorrel habían perdido 14 barcos, en un total de 21; las dos terceras partes del convoy habían sido exterminados por una serie de ataques tan hábiles y crueles que nada había servido contra ellos. Y esta inevitable sensación de impotencia era lo más penoso del viaje. ¿Qué cabe hacer cuando los submarinos son más numerosos que los buques de escolta y pueden atacarnos cuando les viene en gana?
El sexto día de su viaje de regreso, ya muy cerca del mediodía, el jefe de máquinas, Watts, se presentó en el puente de mando con aire preocupado. Hasta entonces todo había ido bien y el convoy caminaba sin contratiempos: ningún avión había venido a espiarles y los submarinos no les habían tenido la menor emboscada. Pero he aquí que las cosas parecían tomar de nuevo mal cariz.
-¡Mi capitán!
Ericson, que se disponía a tomar la altura del mediodía, se volvió al oír su voz:
-¿Qué ocurre, oficial? ¿Hay algo que no marcha?
-Mucho me lo temo, capitán.
Watts se aproximó mientras se limpiaba las manos en su mono de trabajo. En su rostro, surcado de arrugas, se notaba una gran preocupación.
-Hay un cojinete que no me gusta… Se recalienta cada vez más…Está casi al rojo.
Convendría parar el barco para examinarlo a fondo, mi capitán.
-¿Se refiere usted al árbol de transmisión, oficial?
-Si, mi capitán. Me parece que la conducción de engrase está obstruida.
-¿Y si nos limitásemos a aflojar la marcha? Si es posible evitarlo, prefiero no parar.
Watts meneó enérgicamente la cabeza:
-Si dejamos que el árbol siga girando así, acabará agarrotándose, mi capitán. Y además me es imposible revisar el circuito de engrase si no se paran las máquinas.
-Está bien, oficial-dijo Ericson, diciéndose-. Voy a enviar un aviso al convoy y luego daré la orden de parar. Haga la reparación lo más de prisa posible.
-De acuerdo, mi capitán.
Se hallaban en aquel momento a la vista del Viperus, que navegaba zigzagueando a la cabeza del convoy con amplias bordadas.
Cuando el Compass Rose le comunicó la noticia de su avería, la respuesta del jefe de escolta fue lacónica: Libertad de maniobra. Téngame al corriente.
-Acuse de recibo-dijo Ericson al timonel de guardia-.Timón a estribor, diez. ¡Paren las máquinas!
El Compass Rose se separó del convoy y trazando una amplia curva, siguió avanzando algún tiempo por el impulso que llevaba y por fin se detuvo. La tripulación, sobre cubierta, esperaba el silencio, viendo pasar a los últimos barcos del convoy. En la sala de máquinas, Watts y un jefe de calderas llamado Gracey se pusieron inmediatamente a revisar el circuito de engrase. En aquella tercera cubierta hacía un calor sofocante y los dos hombres tenían que trabajar completamente agachados para llegar a la tubería donde se sospechaba que estaba la avería. Necesitaron más de dos horas para descubrirla: un codo de la tubería completamente obstruido.
Watts salió reculando, se enderezó y cogiendo el sector de la tubería con una mano se enjugó con la otra la frente, empapada en sudor.
-Y ahora-dijo enfáticamente-¿Cómo vamos a saber lo que hay dentro?
-No hay mas que chupar y ver qué es lo que sale-respondió Gracey, que tenía una ganada reputación de bromista.
-Coge un trozo de alambre que no sea muy grueso-le ordenó secamente Watts-.Voy a avisar al capitán.
Eran muy pocas las personas que podían permitirse una broma con el jefe de máquinas, pero de esta categoría privilegiada estaban rigurosamente excluidos los jefes de calderas.
Después de trabajar dos horas desesperadamente, no habían avanzado un paso. El tapón que obstruía la tubería se negaba enérgicamente a dejarse extraer. Mientras tanto, en el puente de su buque, paralizado, Ericson se aguataba difícilmente las ganas de precipitarse en la sala de máquinas para decir a los hombres que dejaran de divertirse y activaran un poco el trabajo. Pero estaba seguro de que de hacerlo no serviría de nada.
A las 4, cuando los últimos barcos del convoy se habían perdido en el horizonte, Ericson envió un mensaje al Víperous explicándole lo que pasaba. La respuesta consistió en un lacónico acuse de recibo.
El Compass Rose estaba completamente inmóvil. Su bandera pendía lamentablemente y su reflejo en el agua no se modificaba en una sola línea. Esperaba el arreglo de sus máquinas resignado a las peores eventualidades, que podían llegarle en cualquier momento, de sopetón y sin darle la menor oportunidad de defenderse. ¿Cómo saber, en efecto, lo que ocultaba la superficie sombría del mar?
En la cubierta de popa, algunos marineros mataban el tiempo pescando con caña. Había por lo menos mil brazas de fondo, pero, ¿Qué importaba la profundidad? En semejantes momentos mas valía pescar, aunque sólo fuese con una bolita de miga de pan suspendida a dos mil metros del fondo del mar, que estarse mano sobre mano.
En la sala de máquinas, Watts había decidido cortar por lo sano. Esta decisión suponía el riesgo de un retraso considerable, y aun de exponerse a estropearlo todo y convertí la avería en irreparable. Pero no tenía elección. Después de una última e infructuosa tentativa, le dijo a Gracey:
-Vamos a tener que serrar el tubo centímetro a centímetro hasta que encontremos el tapón.
-¿Y luego?
-Luego habrá que soldar los trozos.
-Tardaremos en hacer ese trabajo toda la noche-refunfuñó Gracey.
-Y si no lo hacemos tardaremos toda la guerra-replicó Watts- . Coge una sierra para metales mientras voy a avisar al capitán.
La reparación no duró toda la noche, pero si varias horas, largas y agobiantes. Watts tuvo que seccionar ocho veces la tubería hasta localizar el tapón, un trozo de borra de algodón endurecido que se hallaba en el ángulo del codo.
La noche sucedió al crepúsculo. El capitán había tomado todas las precauciones imaginables para que no se advirtiera nuestra presencia. Lockhart había recorrido tres o cuatro veces el puente para asegurarse de que no se filtraba al exterior ninguna luz. En el comedor de oficiales y en las cámaras de la tripulación se habían desconectado todas las radios y se hicieron circular órdenes severísimas prohibiendo cualquier ruido inútil. Se habían sacado los pescantes a las lanchas de salvamento para que éstas estuvieran listas para ser echadas al agua y se desencapillaron las trincas de las balsas para el caso en que –como decía cínicamente Tallow- la natación se convirtiera en el más urgente de los trabajos.
Lo único que ya quedaba por hacer era esperar. Los turnos de guardia se iban sucediendo. Los marineros se dirigían a sus puestos de puntillas en vez de andar pesadamente sobre cubierta, haciendo resonar sus botas de agua contra las escalas metálicas, como tenían costumbre. Colgaba del cielo una media luna radiante, como una linterna, que permitía a los marineros medir la magnitud del riesgo que corrían. El único incidente que se produjo en el transcurso de aquella larga noche heló de espanto a la tripulación. En medio del sordo silencio que sucedió al cambio de guardia, exactamente después de medianoche, se oyó un ruido horrible: una violenta sucesión de martillazos que venían de la cala y retumbaban por todo el barco. Todo el mundo, bruscamente sobresaltado, trató de tranquilizarse preguntando a su vecino. Los marineros, en su fuero interno, maldecían a aquellos imbéciles que en la sala de máquinas habían despertado tan brutalmente el miedo y la rabia de toda la tripulación. El estruendo debía oírse a varias millas a la redonda. Ericson se volvió hacía el alférez de navío Morrell, que comenzaba su turno de guardia.
-Vaya a ver a Watts-le dijo con tono tajante-. Dígale que pare inmediatamente esos martillazos o que los amortigüe como pueda. Dígale que no podemos permitirnos el lujo de armar semejante estrépito…Y dígale también que él sería el primero en recibir el torpedo.
En efecto, sería lo mas probable, se decía Morrel mientras bajaba precipitadamente las sucesivas escalas que llevaban al fondo del barco. El joven oficial sentía una cordial admiración por aquellos dos hombres que durante largas horas seguidas habían trabajado pacientemente a 3 metros por debajo del nivel del mar. Evidentemente, éste era su trabajo; pero la sangre fría que demostraban realizándolo en circunstancias tan peligrosas y en el sitio mas vulnerable del barco exigía disfrutar de un temple poco común. Bastaría un torpedo para que todo el personal de la sala de máquinas muriese al instante. Dispondrían tal vez de diez segundos para huir de los torrentes de agua que la invadirían. Pero para unos hombres que se tendría que disputar en la oscuridad la única escala de salida, esos diez segundos los condenarían a una muerte espantosa.
Cesaron los últimos martillazos cuando Morrel llegó al final de la última escala. Al oír el ruido de sus pasos, Watts se volvió:
-¿Ha venido a presenciar la última sesión, señor? ¡Ya queda poco!
-Es una estupenda noticia, contramaestre. Pero –prosiguió- ese ruido preocupa un poco al capitán. ¿No habría manera de amortiguarlo?
-Ya está casi terminado. Sólo falta volver a colocar ese codo… ¿se oían los martillazos?
-¿Qué si se les oía? En cien millas a la redonda, los submarinos habían subido a la superficie para protestar por el escándalo.
Los hombres que trabajan en la tubería de engrase acogieron la broma con una sonrisa cortés. En la tercera cubierta, los mejores chascarrillos sobre submarinos no hacen reír a nadie.
-¡La verdad es que parece que estamos haciendo todo lo necesario para sacar el premio gordo! –gruñó Watts-. Si esta vez no nos pillan, no nos pillarán nunca.
-¿Cuánto tiempo les falta aún, contramaestre?
-Cerca de dos horas.
-Jamás he visto una avería tan larga –comentó Gracey-. Se diría que estamos realmente en un barco de guerra.
-¡Cuando volvamos a tierra, me voy al cuartel de cabeza! –dijo un aprendiz de mecánico llamado Broughton-. ¡Preferiría se cargador en Chatam que volver a embarcarme en este madito ataúd!
-No eres tu el único- replicó Spurway, el mas joven y borracho de los fogoneros- Yo preferiría limpiar los retretes de los diques aunque tuviera que hacerlo todo los días.
Morrell se dio cuenta de pronto del grado de sobreexcitación en que se encontraban aquellos hombres.
-Adiós y buena suerte- les dijo.
Entre las dos y las tres de la mañana sonaron de pronto unos pasos en las escala que conducía al puente de mando; unos pasos vivos y presurosos, como no se había vuelto a oír desde después de la avería. Era Watts, el jefe de máquinas.
-¡Mi capitán!- dijo dirigiéndose a la silueta borrosa y encogida en el extremo del puente.
Ericson, entumecido a consecuencia de su larga vigilia, se volvió trabajosamente hacia él.
-¿Qué hay, oficial?
-¡Listos para navegar, mi capitán!
¡Por fin!, pensó Ericson poniéndose en pie y desperezándose. Así, pues, su barco podía ponerse en marcha y huir de aquel lugar tan peligroso. Desbordaba de gratitud. Tenía deseos de felicitar a Watts a gritos, de cogerle de ambas manos y estrechárselas, de dar rienda suelta a una alegría delirante. Pero se limitó decirle:
-¡Gracias, oficial! ¡Ha hecho usted un gran trabajo!
Y luego, en el portavoz:
-¡Puente!
-¡Puente, mi capitán!- respondió una voz, un poco sorprendida, del cabo de guardia.
-¡Atención, todo a babor, avante todo!
Pronto navegaban a todo vapor, proa al norte, para alcanzar al convoy. Con la vibración cada vez más regular de sus máquinas, el buque entero pareció reconfortarse y la tripulación recobró la esperanza. Hacía las 6 de la mañana, a las primeras luces del alba, Lockhart, que estaba de guardia, observó con satisfacción un débil eco en el extremo borde de la pantalla del radar: habían enganchado a los otros. El convoy se hallaba aún a muchas millas de distancia y probablemente no estarían en contacto franco hasta mediada la mañana, pero aquella presencia lejana les reconfortaba: ya no estaban solos en aquel desierto líquido que hubiera podido servirles de sepultura.
Era cerca de las 8, y la primera guardia de la mañana se terminaba. El timbre del radar sonó. Lockhart se inclinó sobre el portavoz:
-¡Puente!
Monótona, un poco cansado pero serena, la voz del operador llegó hasta él:
-Un eco ligero detrás del convoy, oficial.
¿lo ve usted?
Lockhart lanzó una mirada a la pantalla del radar, situada al lado del portavoz, y meneó la cabeza. ¡No cabía duda! Entre el convoy y el Compass Rose podía apreciarse un pequeño eco, vacilante y tembloroso como la llama de una vela a punto de apagarse.
Lockhart la examinó unos segundos antes de contestar. Tenía la forma de un punto luminoso no más grueso que la cabeza de un alfiler, pero se trataba, indudablemente, de un contacto que no había que perder de vista. Lockhart volvió a inclinarse sobre el portavoz:
- Si, lo veo… ¿Qué cree usted que es?
- Y sin esperar la respuesta preguntó-:¿quién habla desde la estación de radar?
- Sellars, señor.
Sellars era su mejor técnico de radar, un operador de toda confianza, a quien podía ser útil hacer algunas preguntas.
-¿Qué cree usted que es?- repitió Lockhart.
-Es difícil decirlo, señor. Es muy débil, pero constante, y sigue regularmente la marcha del convoy.
-¿Un barco retrasado tal vez?
-Es demasiado pequeño para ser un barco, señor. ¿ve usted aquel que está en el extremo borde a estribor?...Es sin duda, un buque escolta, y es mucho mayor.
Una ojeada convenció a Lockhart de que Sellars tenía otra vez razón. A retaguardia, a estribor, se destacaba un eco muy claro; era sensiblemente mayor que el que les intrigaba y debía proceder, en efecto, de una corbeta. Lockhart dudaba si debía comunicarlo al capitán. Después de todo, tal vez fuera sólo un defecto de la puesta a punto del radar recién nacido y al que todavía no le habían salido los dientes. A menos que fuese- a pesar de las apariencias- alguno de los barcos pequeños del convoy o, sencillamente, un fuerte chaparrón. Sin embargo, bien podía ser la cosa que menos hubieran querido ver. Era lo más probable. Lockhart observó durante algunos minutos, todavía aquel eco que se hacía levemente mas preciso y que mantenía siempre la misma marcha que el convoy. Luego se dirigió al portavoz y lo conectó con el camarote del capitán.
Ericson subió al puente restregándose los ojos, con la cara todavía abotagada por el sueño. Estaba de un humor endiablado. Apenas había dormido cuatro horas y se le despertaba – según decía- porque una maldita gaviota se había posado en la antena del radar, sin que al primer oficial se le hubiese ocurrido la idea de espantarla.
-¿Quién es el operador del radar?- preguntó.
-Sellars, mi capitán.
El capitán se acercó al portavoz, carraspeó y gruñó:
-¡Radar!
-¡Radar, puente! –contestó Sellars.
-¿Qué hay de ese eco?
-Sigue ahí, capitán (Sellars le indicó la marcación y la distancia). Esto lo sitúa a unas diez millas a barlovento del último barco del convoy capitán.
-¿No habrá nada estropeado en su radar?
-Oh, no, capitán- replicó Sellars con indignación. El aparato está perfectamente.
A las 7 h. 50 de la mañana, con un frío glacial, Sellars se sentía poco dispuesto a tolerar agravios, aunque proviniesen de un capitán malhumorado.
-¿Observó anteriormente algún eco como este? –Preguntó Ericson.
Sellars vaciló un momento.
- No exactamente, capitán. Este tiene las dimensiones del eco de una boya o de una embarcación muy pequeña.
- ¿Un pesquero? ¿Un barco barredero?
- Aún más pequeño, capitán. Más bien parece una chalupa.
Lockhart se reía por dentro viendo cómo Ericson miraba con atención la pantalla del radar. El mal humor del capitán cedía ostensiblemente ante la evidente competencia de Sellars.
-¡A sus puestos de combate! –ordenó Ericson enderezándose. ¡Avante toda! ¡Gobierne por diez grados a estribor!
Después de hacer una rápida inspección a su alrededor, a popa, a proa, comprobándolo todo por última vez, Lockhart comunicó:
-¡Todos en sus puestos de combate!
Luego se volvió hacia el aparato del cual él era el único responsable, el ASDIC, el mejor instrumento de muerte cuando era necesario. Pronto Lockhart y sus hombres sintieron vibrar al Compass Rose bajo sus pies. Se hubiera dicho que la corbeta se estremecía al contacto de aquellos combatientes dispuestos a entrar en acción.
Continuará...
Los náufragos hicieron gestos de desesperados cuando comprendieron lo que pasaba. Unos gritaban, otros trataban de esquivar la proa de la corbeta, nadando furiosamente con la esperanza de salvarse; otros, en fin, menos perspicaces o más próximos al agotamiento, creyeron que el Compass Rose volaba en su socorro, y estuvieron sonriendo y agitando la mano hasta su último instante…
El barco se metió entre ellos como un ángel exterminador. Una idéntica expresión de estupor y de espanto se dibujó al momento en los rostros de los náufragos y en los tripulantes del Compass Rose.
Transcurrieron unos minutos mortales, durante los cuales los náufragos y los tripulantes del Compass Rose tuvieron tiempo de mirarse unos a otros. Todavía brillaba en sus ojos, desorbitados por el espanto, un destello de incredulidad. Luego se oyó un siniestro martilleo: las cargas de profundidad estallaban.
Nadie se atrevió a mirar a Ericson cuando salieron de la zona de explosión. Y mas valió que fuese así, pues los tripulantes se habrían aterrado viendo el espanto que reflejaba el rostro lívido del capitán.
Cuando después de haber atravesado el estrecho, después de haber aspirado el cálido perfume de África a la altura de Ceuta, enfilaron su ruta hacia Gibraltar, todos se hallaban en un estado próximo a la desesperación. La prueba, en verdad, había durado demasiado tiempo; había costado demasiado cara y la expedición arrojaba un doloroso balance. La tripulación había permanecido constantemente, durante ocho días, en sus puestos de combate, sin dormir, sin tomar otro alimente que unos sándwiches de carne en conserva acompañados de un poco de cacao. El peligro había estado acechándoles continuamente, sin tregua ni descanso, y el hambre, la sed y la fatiga habían constituido su pan de cada día. Y, finalmente, habían tenido que mantener una vigilancia constante en un buque desorganizado por la multitud de náufragos recogidos, que triplicaba el número normal de personas a bordo. Y todo ello inútilmente; no se podía imaginar un derroche de energía más estéril. Además del Sorrel habían perdido 14 barcos, en un total de 21; las dos terceras partes del convoy habían sido exterminados por una serie de ataques tan hábiles y crueles que nada había servido contra ellos. Y esta inevitable sensación de impotencia era lo más penoso del viaje. ¿Qué cabe hacer cuando los submarinos son más numerosos que los buques de escolta y pueden atacarnos cuando les viene en gana?
El sexto día de su viaje de regreso, ya muy cerca del mediodía, el jefe de máquinas, Watts, se presentó en el puente de mando con aire preocupado. Hasta entonces todo había ido bien y el convoy caminaba sin contratiempos: ningún avión había venido a espiarles y los submarinos no les habían tenido la menor emboscada. Pero he aquí que las cosas parecían tomar de nuevo mal cariz.
-¡Mi capitán!
Ericson, que se disponía a tomar la altura del mediodía, se volvió al oír su voz:
-¿Qué ocurre, oficial? ¿Hay algo que no marcha?
-Mucho me lo temo, capitán.
Watts se aproximó mientras se limpiaba las manos en su mono de trabajo. En su rostro, surcado de arrugas, se notaba una gran preocupación.
-Hay un cojinete que no me gusta… Se recalienta cada vez más…Está casi al rojo.
Convendría parar el barco para examinarlo a fondo, mi capitán.
-¿Se refiere usted al árbol de transmisión, oficial?
-Si, mi capitán. Me parece que la conducción de engrase está obstruida.
-¿Y si nos limitásemos a aflojar la marcha? Si es posible evitarlo, prefiero no parar.
Watts meneó enérgicamente la cabeza:
-Si dejamos que el árbol siga girando así, acabará agarrotándose, mi capitán. Y además me es imposible revisar el circuito de engrase si no se paran las máquinas.
-Está bien, oficial-dijo Ericson, diciéndose-. Voy a enviar un aviso al convoy y luego daré la orden de parar. Haga la reparación lo más de prisa posible.
-De acuerdo, mi capitán.
Se hallaban en aquel momento a la vista del Viperus, que navegaba zigzagueando a la cabeza del convoy con amplias bordadas.
Cuando el Compass Rose le comunicó la noticia de su avería, la respuesta del jefe de escolta fue lacónica: Libertad de maniobra. Téngame al corriente.
-Acuse de recibo-dijo Ericson al timonel de guardia-.Timón a estribor, diez. ¡Paren las máquinas!
El Compass Rose se separó del convoy y trazando una amplia curva, siguió avanzando algún tiempo por el impulso que llevaba y por fin se detuvo. La tripulación, sobre cubierta, esperaba el silencio, viendo pasar a los últimos barcos del convoy. En la sala de máquinas, Watts y un jefe de calderas llamado Gracey se pusieron inmediatamente a revisar el circuito de engrase. En aquella tercera cubierta hacía un calor sofocante y los dos hombres tenían que trabajar completamente agachados para llegar a la tubería donde se sospechaba que estaba la avería. Necesitaron más de dos horas para descubrirla: un codo de la tubería completamente obstruido.
Watts salió reculando, se enderezó y cogiendo el sector de la tubería con una mano se enjugó con la otra la frente, empapada en sudor.
-Y ahora-dijo enfáticamente-¿Cómo vamos a saber lo que hay dentro?
-No hay mas que chupar y ver qué es lo que sale-respondió Gracey, que tenía una ganada reputación de bromista.
-Coge un trozo de alambre que no sea muy grueso-le ordenó secamente Watts-.Voy a avisar al capitán.
Eran muy pocas las personas que podían permitirse una broma con el jefe de máquinas, pero de esta categoría privilegiada estaban rigurosamente excluidos los jefes de calderas.
Después de trabajar dos horas desesperadamente, no habían avanzado un paso. El tapón que obstruía la tubería se negaba enérgicamente a dejarse extraer. Mientras tanto, en el puente de su buque, paralizado, Ericson se aguataba difícilmente las ganas de precipitarse en la sala de máquinas para decir a los hombres que dejaran de divertirse y activaran un poco el trabajo. Pero estaba seguro de que de hacerlo no serviría de nada.
A las 4, cuando los últimos barcos del convoy se habían perdido en el horizonte, Ericson envió un mensaje al Víperous explicándole lo que pasaba. La respuesta consistió en un lacónico acuse de recibo.
El Compass Rose estaba completamente inmóvil. Su bandera pendía lamentablemente y su reflejo en el agua no se modificaba en una sola línea. Esperaba el arreglo de sus máquinas resignado a las peores eventualidades, que podían llegarle en cualquier momento, de sopetón y sin darle la menor oportunidad de defenderse. ¿Cómo saber, en efecto, lo que ocultaba la superficie sombría del mar?
En la cubierta de popa, algunos marineros mataban el tiempo pescando con caña. Había por lo menos mil brazas de fondo, pero, ¿Qué importaba la profundidad? En semejantes momentos mas valía pescar, aunque sólo fuese con una bolita de miga de pan suspendida a dos mil metros del fondo del mar, que estarse mano sobre mano.
En la sala de máquinas, Watts había decidido cortar por lo sano. Esta decisión suponía el riesgo de un retraso considerable, y aun de exponerse a estropearlo todo y convertí la avería en irreparable. Pero no tenía elección. Después de una última e infructuosa tentativa, le dijo a Gracey:
-Vamos a tener que serrar el tubo centímetro a centímetro hasta que encontremos el tapón.
-¿Y luego?
-Luego habrá que soldar los trozos.
-Tardaremos en hacer ese trabajo toda la noche-refunfuñó Gracey.
-Y si no lo hacemos tardaremos toda la guerra-replicó Watts- . Coge una sierra para metales mientras voy a avisar al capitán.
La reparación no duró toda la noche, pero si varias horas, largas y agobiantes. Watts tuvo que seccionar ocho veces la tubería hasta localizar el tapón, un trozo de borra de algodón endurecido que se hallaba en el ángulo del codo.
La noche sucedió al crepúsculo. El capitán había tomado todas las precauciones imaginables para que no se advirtiera nuestra presencia. Lockhart había recorrido tres o cuatro veces el puente para asegurarse de que no se filtraba al exterior ninguna luz. En el comedor de oficiales y en las cámaras de la tripulación se habían desconectado todas las radios y se hicieron circular órdenes severísimas prohibiendo cualquier ruido inútil. Se habían sacado los pescantes a las lanchas de salvamento para que éstas estuvieran listas para ser echadas al agua y se desencapillaron las trincas de las balsas para el caso en que –como decía cínicamente Tallow- la natación se convirtiera en el más urgente de los trabajos.
Lo único que ya quedaba por hacer era esperar. Los turnos de guardia se iban sucediendo. Los marineros se dirigían a sus puestos de puntillas en vez de andar pesadamente sobre cubierta, haciendo resonar sus botas de agua contra las escalas metálicas, como tenían costumbre. Colgaba del cielo una media luna radiante, como una linterna, que permitía a los marineros medir la magnitud del riesgo que corrían. El único incidente que se produjo en el transcurso de aquella larga noche heló de espanto a la tripulación. En medio del sordo silencio que sucedió al cambio de guardia, exactamente después de medianoche, se oyó un ruido horrible: una violenta sucesión de martillazos que venían de la cala y retumbaban por todo el barco. Todo el mundo, bruscamente sobresaltado, trató de tranquilizarse preguntando a su vecino. Los marineros, en su fuero interno, maldecían a aquellos imbéciles que en la sala de máquinas habían despertado tan brutalmente el miedo y la rabia de toda la tripulación. El estruendo debía oírse a varias millas a la redonda. Ericson se volvió hacía el alférez de navío Morrell, que comenzaba su turno de guardia.
-Vaya a ver a Watts-le dijo con tono tajante-. Dígale que pare inmediatamente esos martillazos o que los amortigüe como pueda. Dígale que no podemos permitirnos el lujo de armar semejante estrépito…Y dígale también que él sería el primero en recibir el torpedo.
En efecto, sería lo mas probable, se decía Morrel mientras bajaba precipitadamente las sucesivas escalas que llevaban al fondo del barco. El joven oficial sentía una cordial admiración por aquellos dos hombres que durante largas horas seguidas habían trabajado pacientemente a 3 metros por debajo del nivel del mar. Evidentemente, éste era su trabajo; pero la sangre fría que demostraban realizándolo en circunstancias tan peligrosas y en el sitio mas vulnerable del barco exigía disfrutar de un temple poco común. Bastaría un torpedo para que todo el personal de la sala de máquinas muriese al instante. Dispondrían tal vez de diez segundos para huir de los torrentes de agua que la invadirían. Pero para unos hombres que se tendría que disputar en la oscuridad la única escala de salida, esos diez segundos los condenarían a una muerte espantosa.
Cesaron los últimos martillazos cuando Morrel llegó al final de la última escala. Al oír el ruido de sus pasos, Watts se volvió:
-¿Ha venido a presenciar la última sesión, señor? ¡Ya queda poco!
-Es una estupenda noticia, contramaestre. Pero –prosiguió- ese ruido preocupa un poco al capitán. ¿No habría manera de amortiguarlo?
-Ya está casi terminado. Sólo falta volver a colocar ese codo… ¿se oían los martillazos?
-¿Qué si se les oía? En cien millas a la redonda, los submarinos habían subido a la superficie para protestar por el escándalo.
Los hombres que trabajan en la tubería de engrase acogieron la broma con una sonrisa cortés. En la tercera cubierta, los mejores chascarrillos sobre submarinos no hacen reír a nadie.
-¡La verdad es que parece que estamos haciendo todo lo necesario para sacar el premio gordo! –gruñó Watts-. Si esta vez no nos pillan, no nos pillarán nunca.
-¿Cuánto tiempo les falta aún, contramaestre?
-Cerca de dos horas.
-Jamás he visto una avería tan larga –comentó Gracey-. Se diría que estamos realmente en un barco de guerra.
-¡Cuando volvamos a tierra, me voy al cuartel de cabeza! –dijo un aprendiz de mecánico llamado Broughton-. ¡Preferiría se cargador en Chatam que volver a embarcarme en este madito ataúd!
-No eres tu el único- replicó Spurway, el mas joven y borracho de los fogoneros- Yo preferiría limpiar los retretes de los diques aunque tuviera que hacerlo todo los días.
Morrell se dio cuenta de pronto del grado de sobreexcitación en que se encontraban aquellos hombres.
-Adiós y buena suerte- les dijo.
Entre las dos y las tres de la mañana sonaron de pronto unos pasos en las escala que conducía al puente de mando; unos pasos vivos y presurosos, como no se había vuelto a oír desde después de la avería. Era Watts, el jefe de máquinas.
-¡Mi capitán!- dijo dirigiéndose a la silueta borrosa y encogida en el extremo del puente.
Ericson, entumecido a consecuencia de su larga vigilia, se volvió trabajosamente hacia él.
-¿Qué hay, oficial?
-¡Listos para navegar, mi capitán!
¡Por fin!, pensó Ericson poniéndose en pie y desperezándose. Así, pues, su barco podía ponerse en marcha y huir de aquel lugar tan peligroso. Desbordaba de gratitud. Tenía deseos de felicitar a Watts a gritos, de cogerle de ambas manos y estrechárselas, de dar rienda suelta a una alegría delirante. Pero se limitó decirle:
-¡Gracias, oficial! ¡Ha hecho usted un gran trabajo!
Y luego, en el portavoz:
-¡Puente!
-¡Puente, mi capitán!- respondió una voz, un poco sorprendida, del cabo de guardia.
-¡Atención, todo a babor, avante todo!
Pronto navegaban a todo vapor, proa al norte, para alcanzar al convoy. Con la vibración cada vez más regular de sus máquinas, el buque entero pareció reconfortarse y la tripulación recobró la esperanza. Hacía las 6 de la mañana, a las primeras luces del alba, Lockhart, que estaba de guardia, observó con satisfacción un débil eco en el extremo borde de la pantalla del radar: habían enganchado a los otros. El convoy se hallaba aún a muchas millas de distancia y probablemente no estarían en contacto franco hasta mediada la mañana, pero aquella presencia lejana les reconfortaba: ya no estaban solos en aquel desierto líquido que hubiera podido servirles de sepultura.
Era cerca de las 8, y la primera guardia de la mañana se terminaba. El timbre del radar sonó. Lockhart se inclinó sobre el portavoz:
-¡Puente!
Monótona, un poco cansado pero serena, la voz del operador llegó hasta él:
-Un eco ligero detrás del convoy, oficial.
¿lo ve usted?
Lockhart lanzó una mirada a la pantalla del radar, situada al lado del portavoz, y meneó la cabeza. ¡No cabía duda! Entre el convoy y el Compass Rose podía apreciarse un pequeño eco, vacilante y tembloroso como la llama de una vela a punto de apagarse.
Lockhart la examinó unos segundos antes de contestar. Tenía la forma de un punto luminoso no más grueso que la cabeza de un alfiler, pero se trataba, indudablemente, de un contacto que no había que perder de vista. Lockhart volvió a inclinarse sobre el portavoz:
- Si, lo veo… ¿Qué cree usted que es?
- Y sin esperar la respuesta preguntó-:¿quién habla desde la estación de radar?
- Sellars, señor.
Sellars era su mejor técnico de radar, un operador de toda confianza, a quien podía ser útil hacer algunas preguntas.
-¿Qué cree usted que es?- repitió Lockhart.
-Es difícil decirlo, señor. Es muy débil, pero constante, y sigue regularmente la marcha del convoy.
-¿Un barco retrasado tal vez?
-Es demasiado pequeño para ser un barco, señor. ¿ve usted aquel que está en el extremo borde a estribor?...Es sin duda, un buque escolta, y es mucho mayor.
Una ojeada convenció a Lockhart de que Sellars tenía otra vez razón. A retaguardia, a estribor, se destacaba un eco muy claro; era sensiblemente mayor que el que les intrigaba y debía proceder, en efecto, de una corbeta. Lockhart dudaba si debía comunicarlo al capitán. Después de todo, tal vez fuera sólo un defecto de la puesta a punto del radar recién nacido y al que todavía no le habían salido los dientes. A menos que fuese- a pesar de las apariencias- alguno de los barcos pequeños del convoy o, sencillamente, un fuerte chaparrón. Sin embargo, bien podía ser la cosa que menos hubieran querido ver. Era lo más probable. Lockhart observó durante algunos minutos, todavía aquel eco que se hacía levemente mas preciso y que mantenía siempre la misma marcha que el convoy. Luego se dirigió al portavoz y lo conectó con el camarote del capitán.
Ericson subió al puente restregándose los ojos, con la cara todavía abotagada por el sueño. Estaba de un humor endiablado. Apenas había dormido cuatro horas y se le despertaba – según decía- porque una maldita gaviota se había posado en la antena del radar, sin que al primer oficial se le hubiese ocurrido la idea de espantarla.
-¿Quién es el operador del radar?- preguntó.
-Sellars, mi capitán.
El capitán se acercó al portavoz, carraspeó y gruñó:
-¡Radar!
-¡Radar, puente! –contestó Sellars.
-¿Qué hay de ese eco?
-Sigue ahí, capitán (Sellars le indicó la marcación y la distancia). Esto lo sitúa a unas diez millas a barlovento del último barco del convoy capitán.
-¿No habrá nada estropeado en su radar?
-Oh, no, capitán- replicó Sellars con indignación. El aparato está perfectamente.
A las 7 h. 50 de la mañana, con un frío glacial, Sellars se sentía poco dispuesto a tolerar agravios, aunque proviniesen de un capitán malhumorado.
-¿Observó anteriormente algún eco como este? –Preguntó Ericson.
Sellars vaciló un momento.
- No exactamente, capitán. Este tiene las dimensiones del eco de una boya o de una embarcación muy pequeña.
- ¿Un pesquero? ¿Un barco barredero?
- Aún más pequeño, capitán. Más bien parece una chalupa.
Lockhart se reía por dentro viendo cómo Ericson miraba con atención la pantalla del radar. El mal humor del capitán cedía ostensiblemente ante la evidente competencia de Sellars.
-¡A sus puestos de combate! –ordenó Ericson enderezándose. ¡Avante toda! ¡Gobierne por diez grados a estribor!
Después de hacer una rápida inspección a su alrededor, a popa, a proa, comprobándolo todo por última vez, Lockhart comunicó:
-¡Todos en sus puestos de combate!
Luego se volvió hacia el aparato del cual él era el único responsable, el ASDIC, el mejor instrumento de muerte cuando era necesario. Pronto Lockhart y sus hombres sintieron vibrar al Compass Rose bajo sus pies. Se hubiera dicho que la corbeta se estremecía al contacto de aquellos combatientes dispuestos a entrar en acción.
Continuará...

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- Leutnant der Reserve
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- Registrado: 17 Feb 2007 01:00
3ªParte. Y última.
Ericson no apartaba la vista de la pantalla del radar. Su orden de zafarrancho de combate sólo había sido un movimiento reflejo; la dio impulsado por la cólera, para despertar a la tripulación con la misma brusquedad con que se le había despertado a él. Y, sin embargo, no cabía duda que habían detectado un eco extraño que, seguramente, les reservaba una sorpresa. Pero la verdad que esta vez se hallaban sobre una buena pista- según todas las apariencias- la vista del Compass Rose, listo y dispuesto desde la quilla a la perilla levantaba los ánimos de todos. Ericson cogía sus gemelos de vez en cuando para escrutar la bruma matinal que tapaba el horizonte. Echó una nueva ojeada a la pantalla del radar.
-¿Situación del objetivo?- preguntó.
Sellars indicó la marcación y la distancia del contacto. La “cosa” había adoptado la marcha lenta del convoy y el Compass Rose lo alcanzaba rápidamente.
-Se hace un poco mas neto, capitán- observó el operador-; las mismas dimensiones, pero el eco es mas claro. Debe ser algo de una gran solidez.
La pantalla del radar reflejaba ahora una imagen muy clara de la escena. Todo el convoy era perfectamente visible: la masa compacta de los buques, la línea de los navíos de escolta y, detrás, el pequeño intruso persiguiéndoles obstinadamente. Ericson empezaba a creer en ello. Se convenció pronto de que lo que veía era un submarino persiguiendo al convoy que aún estaba fuera de su alcance, tal vez después de un ataque nocturno infructuoso, y esperando pacientemente la oscuridad para situarse otra vez en posición de tiro y atacar de nuevo. Pero, como carecía del ojo perspicaz del radar. El submarino debía ignorar la existencia de aquel buque de escolta rezagado a causa de una avería de las máquinas, de aquel barco con el que no contaba y que su llegada a tiempo para desbaratar sus planes. ¡Si por lo menos pudieran aproximarse lo suficiente sin ser descubiertos!
El Compass Rose proseguía su ruta. Todo el mundo a bordo parecía hipnotizado por esta presa. Si tenían la suerte de que fuese un submarino, iban a aprovecharse de la ocasión más inesperada de su campaña y asestar al enemigo el golpe magistral que tanto habían anhelado. Su tenacidad se vería recompensada y sus esfuerzos adquirían la plenitud de su sentido en la hora que se aproximaba. La esperanza iluminaba los rostros en la cubierta superior. La noticia de que estaban persiguiendo algo había corrido como un reguero de pólvora y los informes que se filtraban desde el puesto del radar llevaban hasta el colmo el nerviosismo de la tripulación. En el puesto de mando, el capitán, el timonel Wells y los dos vigías habían cogido sus gemelos, y seguían con los ojos desorbitados la línea del horizonte, al acecho de la pieza que iba a surgir de un momento a otro.
La espuma saltaba a ambos lados de la roda del Compass Rose mientras que una estela burbujeante se extendía tras del barco que navegaba de bolina en su impaciencia por dar alcance a su presa. El mar brillaba a lo lejos y la bruma matinal empezaba a disiparse a los pálidos rayos de sol, un sol alegre que parecía salir para ayudarles. Después de aquella noche de prolongada inmovilidad, era justo que se cambiaran los papeles y poderse lanzar a una implacable persecución.
El Compass Rose se iba acercando.
-¿Posición del objetivo?- preguntó Ericson por quinta o sexta vez.
Desde abajo, la voz vibrante de Sellars iba indicando diligentemente las distancias decrecientes y confirmaba la eventualidad de un encuentro particularmente animado.
Ericson tenía la sensación de que el barco entero se reunía bajo su mano y que este tensaba sus músculos par el asalto final. Sentía al barco bajo él, como un jinete siente a su caballo, satisfecho y orgulloso de su magnífica docilidad. ¡He aquí por fin la recompensa de tantas penalidades! Se dirigió a la giroscópica, tomó la situación de acuerdo con las indicaciones del radar y con sus gemelos escrutó el horizonte.
Lo descubrió casi inmediatamente; un pequeño rectángulo negro se destacaba sobre la superficie: era la torreta de un submarino. Mucho más lejos unos penachos de humo relevaban la presencia del convoy a más de veinte millas de distancia. Ericson se precipitó hasta el borde de la toldilla.
-¡Morrel!- gritó.
-¡Hay un submarino en la superficie, enfrente justo de nosotros! Está todavía fuera de nuestro alcance, pero esté preparado. Hay que disparar antes de que se sumerja…si llegamos a situarnos lo bastante cerca.
El capitán se volvió hacía Lockhart. En aquel momento, Wells, que estaba mirando con sus gemelos, gritó:
-Le veo, capitán!...¡justo enfrente de nosotros!...
Con la excitación, su grito casi fue un rugido pero su conciencia profesional le hizo volver en seguida al orden:
-¿Hay que enviar un mensaje de aviso, capitán?
-Si, informe al oficial de radio. (Ericson reflexionó un momento). Trasmita: Compass Rose a Almirantazgo retransmitido a Viperus. Submarino en superficie a diez millas a retaguardia del convoy TG. 104. Rumbo 345. Velocidad cinco nudos. Me lanzo al combate.
Luego se inclinó sobre el aparato del ASDIC:
-¡Lockhart, hay un…!
El rostro sonriente del primer oficial se asomó a la ventanilla de su cabina:
-¡He estado escuchando detrás de la puerta, capitán!-dijo Lockhart- todavía está un poco lejos, en mi opinión.
Ericson sonrió:
-Si, pero pronto vamos a necesitar su endiablada caja de sorpresas. ¡Atención! En cuanto nos descubran, se sumergirán en menos que canta un gallo.
-Capitán-replico Lockhart-¡Aprovechemos la ocasión ahora que están con el culo al aire!
Inmediatamente, una actividad febril se difundió por todo el barco. Las órdenes de estar dispuestos para entrar en acción se transmitieron a la sala de máquinas y al puesto de artillería.
-¡Eche toda la carne en el asador, Watts!- rugió Ericson en el portavoz-.¡No nos dejará jugar mucho tiempo con él!
La distancia seguía disminuyendo. La voz de Sellars era cada vez más vibrante. Unos minutos mas tarde resonó en cubierta un timbre de alerta para el cañón de cuatro pulgadas, y Morrell, con el gesto cortés de un hombre que presenta sus respetos, dijo:
-¡Creo que podría atinarle ahora capitán!
La distancia que les separaba era ya solo de cuatro millas: siete mil quinientos metros. Una gran distancia para un cañón tan pequeño. Empezar el combate desde tan lejos era correr el riesgo de fracasar. Pero, como pensaba Ericson, aquel imbécil inmóvil en su torreta iba a volverse de un momento a otro y descubrirlos.-Rugiría:¡Donnerwetter! (¡Rayos y truenos!), o bien:¡Gott in Himmel! (Cielo santo), y pondría inmediatamente su submarino a buen recaudo por una rápida y profunda inmersión-Ericson esperó todavía un poco, pesando el pro y el contra: de un lado, las probabilidades que tenían de ser descubiertos; del otro, el alcance máximo de aquel cañoncito que constituía el arma mas importante de su barco.
Luego, inclinándose sobre la barandilla dio a Morrell la autorización a disparar.
El dedo de Morrell debía estar ya acariciando el disparador, pues el estampido del cañón resonó al momento. El disparo salió bien dirigido gracias al radar que servía también de telémetro, pero desgraciadamente, no fue certero. El proyectil se hundió en el agua, treinta metros delante del submarino, levantando un enorme surtidor. El alemán no daba crédito a sus ojos; miró a su alrededor lleno de estupefacción, luego desapareció de la torreta cuya tapa cerró tras él. El silencio fue rasgado nuevamente por el rugido del cañón y el capitán lanzó una violenta maldición porque esta vez e tiro fue demasiado corto y la columna de agua levantada por el impacto tapaba la vista del submarino. Cuando se restableció la visibilidad éste había iniciado su inmersión y se hundía rápidamente entre un torbellino de espuma.
Si la vigilancia del submarino había fallado, su rápida maniobra de inmersión atestiguaba en cambio el admirable funcionamiento de sus mecanismos: en pocos segundos el casco y las tres cuartas partes de la torreta quedaron sumergidos. Morrell se dio el gustazo de lanzar un tercer cañonazo antes de que el mar se cerrase completamente sobre el submarino. El proyectil había explotado cerca del casco. Tal vez lo había tocado. Al desaparecer, el submarino había virado a la derecha.
-¡Lockhart! ¡Se ha sumergido!-gritó Ericson.
-¡Por el contacto, capitán!-replicó inmediatamente Lockhart.
El repiqueteo regular del ASDIC era lo bastante claro y fuerte pasa ser oído en el puente superior. Con los nervios a punto de estallar, Lockhart vigilaba al operador que, por su parte, hacía todo lo posible para conservar el contacto. La cosa parecía fácil, ya que el Compass Rose avanzaba muy deprisa. Pero el submarino parecía querer escaparse del haz del ASDIC y Lockhart tuvo que aguijonear al aperador que sudaba de puro nervios y daba grandes puñetazos en el borde de su silla.
-Se mueve muy deprisa hacia la derecha, señor.
Lockhart lo comunicó al puente de mando mientras aprobaba en su fuero interno a Ericson, que acababa de modificar la ruta para cortar en ángulo recto e interceptarle el camino. El Compass Rose se hallaba ahora muy cerca del objetivo y el sonido del contacto se confundía con el ruido de las máquinas. Era el minuto decisivo. Si el submarino sabía escoger el momento oportuno para cambiar bruscamente de dirección, tal vez conseguiría salirse de la zona mortal de la explosión. Esperaron todavía unos segundos…El tiempo necesario para recorrer los últimos metros para atacar…Luego Lockhart dio la orden de abrir fuego y las granadas submarinas fueron lanzadas.
La explosión del rosario de cargas de profundidad hizo rugir enormes surtidores. Sin embargo, el submarino no fue lanzado en pedazos al aire, lo que pareció tan incomprensible como indignante a la tripulación, que estaba segura de haber alcanzado a su presa.
Mientras el Compass Rose proseguía su siembra de cargas, los marineros no apartaban la vista del gran cuadrilátero de agua descolorida que señalaba el lugar de la deflagración. Todos esperaban que el submarino saliese a la superficie para rendirse.
Desgraciadamente, nada de eso sucedió.
-¡Maldición-rugió Lockhart, interpretando el pensamiento de la tripulación- Le hemos tocado indudablemente. No cabe duda que ese cerdo estaba allí…
-¡Sigan buscando!- dijo secamente el capitán- Aún no hemos terminado.
Lockhart dio la orden de seguir buscando por la popa, y se inclinó sobre el ASDIC.
Volvió a encontrarse el contacto inmediatamente, a cincuenta metros del sitio en que se habían lanzado las granadas.
Al punto el Compass Rose viró ciento ochenta grados y se lanzó al ataque. Su tarea, esta vez, parecía más sencilla. Las primeras cargas debían haber causado algunos destrozos porque el submarino no parecía moverse.
-¡Objetivo inmóvil, capitán!-informó Lockhart mientras la corbeta terminaba de virar.
El primer oficial siguió repitiendo su informe a intervalos regulares hasta el momento del asalto.
Las cargas de profundidad fueron lanzadas nuevamente y la enorme explosión hizo retemblar nuevamente todo el barco. Esperaron nuevamente a ver si sus esfuerzos habían tenido éxito.
Se oyó que alguien susurraba en el puente:
-¡Ahora ya sólo es cuestión de minutos!...
En efecto el submarino no tardó en emerger en la estela del Compass Rose, como un enorme cetáceo reluciente al sol y la tripulación, agrupada en el puente superior, lo acogió con un rugido triunfal.
El submarino salió a flote de proa, casi verticalmente, desequilibrado por la violencia de la explosión. Era evidente que ya no respondía a los mandos. El agua chorreaba por sus planchas y hervía a la altura de su torreta. Hacia el centro, el aceite chorreaba a través del blindaje reventado.
-¡Abran fuego!-rugió Ericson.
El cañoncito automático de dos libras, oculto detrás de la chimenea, era la única pieza que se podía colocar en posición de tiro. Inmediatamente el fuerte traqueteo de sus disparos agitó el aire y unas pequeñas granadas rojas corrieron a ras de agua en dirección al submarino que casi había recobrado su estabilidad. La proximidad a aquella cosa repugnante, responsable de tantas noches de espanto y horror, era indudablemente un espectáculo que llenaba de indignación a la tripulación del Compass Rose. Sin embargo, el cañoncito disparaba con precisión y hacía blanco.
El Compass Rose se aproximó nuevamente a su presa dando un fuerte bandazo al virar bruscamente. Dispararon las ametralladoras del puente y del timón. Inmediatamente el submarino empezó a hundirse y salieron unos hombres de la torreta. La mayoría de ellos corrían hacia la proa dando traspiés por la galería del puente abarrotada. Gritaban y agitaban los brazos levantados, en señal de rendición, cuando de pronto uno de ellos, sin duda mas furioso o más valiente que los demás, hizo accionar la ametralladora de la torreta y disparó una ráfaga contra el flanco del Compass Rose.
El fuego cesó bruscamente. El valeroso artillero acababa de caer atravesado en la torreta. El resto de la tripulación se lanzó al agua o cayó bajo el fuego de la corbeta. El odioso casco gris del submarino chorreaba sangre. De repente empezó a hundirse por la popa, en un torbellino de aceite y burbujas. De pronto asomó un hombre en lo alto de la torreta. Tiró un gran saco al agua y luchó desesperadamente durante unos minutos para acabar de salir de la torreta. Pero el cadáver del artillero debía obstruir la boca de la escotilla de socorro, pues el submarino desapareció antes de que lo consiguiera. Una última explosión levantó un geiser de agua aceitosa. Luego se hizo el silencio.
-¡Alto el fuego!-ordenó Ericson.
Una enorme capa de aceite pesado se iba extendiendo sobre la superficie apaciguada del mar.
-¡Timón a la vía!-gritó el capitán-
¡Parar máquinas!¡Preparen las redes de abordaje!
El minuto maravilloso había pasado…
También había pasado , hacia un rato, para uno de los tripulantes del Compass Rose, un joven marinero, uno de los servidores del cañón antiaéreo, que había caído fulminado por la ametralladora del marinero alemán que había intentado una inútil y última resistencia.
Sus compañeros, inclinados sobre el cadáver y embargados por la pena, quedaban ocultos por la cureña del cañón y formaban un pequeño grupo doloroso que contrastaba con la atmósfera de la corbeta.
Los supervivientes del submarino nadaban vigorosamente hacia el Compass Rose. Muchos de ellos, en el paroxismo del espanto o en la extenuación del agotamiento, jadeaban y pedían socorro, mientras nuestra tripulación le animaba con gritos irónicos. Igual que tantos otros náufragos que el Compass Rose había sacado del agua, unos gritaban, otros nadaban silenciosos y formalitos hacia sus salvadores, otros, en fin, se iban a pique antes de poder haber sido salvados. Hubo sin embargo, una excepción, un náufrago de un individualismo tan admirable, que estuvo a punto de dar al traste con toda la operación de salvamento. Mientras nadaba con energía hacia la red que colgaba del costado del barco, lanzó de pronto una mirada a los marineros que se disponían a ayudarle, alzó el brazo derecho y rugió.
-¡Heil Hitler!-
Al momento se elevó del Compass Rose un clamor de rabia y los marineros se negaron a seguir izando a bordo a los náufragos.
-¡Partida de ratas!-gruñó el servidor de los torpedos-. ¡Deberíamos dejarlos a remojo para siempre!
Lockhart, que vigilaba las operaciones de salvamento había presenciado la escena y se sintió invadido por una violenta cólera. Estaba a punto de dar su franca aprobación a la actitud de Wainwright. Si él hubiera sido el capitán habría ordenado inmediatamente:<<¡Todo avante!>>, abandonando a aquellos tipos a su suerte. Pero no se dejó dominar por el odio más tiempo ni hizo caso del mal humor de los marineros que le rodeaban.
-¡Daos prisa!-Gritó-, no vamos a pasar aquí todo el día.
Los supervivientes fueron izados a bordo uno tras otro. El alemán que había gritado Heil Hitler fue sacado el último. En cuanto estuvo sobre el puente, la bota del marinero Tonbridge- un coloso de un peso impresionante- aplastó su pie descalzo. El nazi lanzó otro grito, aunque esta vez de un género distinto.
-¡No arme tanto jaleo!- ordenó Lockhart con expresión severa-.¡Ya no está usted en peligro!...
Los prisioneros fueron colocados en fila. Eran catorce, mas un cadáver extendido a sus pies. La tripulación del Compass Rose en semicírculo, examinaba a aquellos cautivos: unos tipos insignificantes. El agua, que chorreaba de sus manos y sus pies, formaban regueros en la cubierta. Sus rostros consternados dejaban translucir su inmenso alivio. ¡Ah, no tenían aspecto de héroes!..Sin su barco, apenas parecían hombres. La tripulación del Compass Rose se sentía decepcionada y frustrada por la captura tan mísera. ¿Es esto- se decían-la tripulación de un submarino alemán?.
Además, la presencia de aquellos extraños a bordo provocaba una sensación de malestar, como una espina enquistada en un organismo sano. No eran sólo alemanes, sino “alemanes de submarino”, sus mas encarnizados enemigos. Inmediatamente se les cacheó y después de hacer una lista de ellos, se les envió a la sentina.
Ericson dio orden de que se encerrase en su propio camarote al capitán alemán, colocando un centinela en la puerta, como disponía el reglamento, Aquella misma mañana, algo mas tarde, el capitán bajó para conocer a su adversario.
El alemán, de pie en el centro del camarote, contemplaba el mar por el ojo de buey, con actitud taciturna. Cuando Ericson entró se volvió y adoptó inmediatamente la actitud envarada que reservaba para cuando estaba en presencia de otros. Era joven, ciertamente, pero su rostro mostraba los estigmas de la enfermedad del poder.
-¡Heil Hitler!- dijo secamente el alemán-. Lo primero que tengo que decirle…
-No- le atajó Ericson sin cumplidos-.Es inútil adoptar ese tono. Y antes que nada, ¿cuál es su nombre?
El alemán le lanzó una mirada furibunda:
-Von Hellmuth, Kapitän-Leautenat von Hellmuth. Usted también es capitán, sin duda. Ha tomado usted mi barco por sorpresa, capitán- dijo con amargura-, si no…
Parecía querer acusar a su vencedor de traición. Haberse valido de una táctica desleal, digna de un inglés, de un negro o de un polaco, pero indigna del honor alemán.
¿Y qué es lo que ha estado haciendo usted durante tantos meses- se disponía a replicar Ericson-, sino atacar a la gente por sorpresa y acosarla sin dejarle el menor resquicio para salvarse?. Pero eso hubiera sido predicar en el desierto. Ericson prefirió renunciar a cualquier discusión. Por lo tanto, se limitó a replicar sonriendo irónicamente:
-¡Es la guerra! Lamento que haya resultado penoso para usted.
Le volvió la espalda y salió del camarote para ir a sentarse en su butaca del puente de mando, haciendo un meritorio esfuerzo para recobrar su serenidad. Se sentía agotado. Su extenuación y la violencia de sus sentimientos la habían puesto taciturno. Cuando Lockhart fue a proponerle celebrar el acontecimiento descorchando una de las botellas en el comedor de oficiales, le despidió con cajas destempladas.
-¡Es preferible no ponerse a beber en alta mar!- dijo Ericson que, evidentemente, soslayaba toda conversación sobre el submarino.
Sin embargo, en su fuero interno, el capitán del Compass Rose se sentía feliz y orgulloso de esta victoria. No compartía el entusiasmo delirante que se había apoderado del barco ocasionando las ruidosas explosiones de alegría de los marineros, pero experimentaba igual que ellos la satisfacción del deber cumplido. Habían realizado bien su misión y aquella victoria era la coronación de dos largos años de duras pruebas y esfuerzos. Habían pasado muchas penalidades para obtener aquel resultado; habían conocido el cansancio, el tedio, el agotamiento, el frío y toda clase de sufrimientos. Ahora, de pronto, la destrucción del submarino les compensaba de tantas horas trágicas; la pizarra había sido borrada, la cuenta saldada. Pero Ericson consideraba aquel saldo como una cuestión personal y no quería compartirla con nadie.
Fin.
Esto es todo, camaradas, espero que fuera de vuestro agrado.
Un saludo.
Ericson no apartaba la vista de la pantalla del radar. Su orden de zafarrancho de combate sólo había sido un movimiento reflejo; la dio impulsado por la cólera, para despertar a la tripulación con la misma brusquedad con que se le había despertado a él. Y, sin embargo, no cabía duda que habían detectado un eco extraño que, seguramente, les reservaba una sorpresa. Pero la verdad que esta vez se hallaban sobre una buena pista- según todas las apariencias- la vista del Compass Rose, listo y dispuesto desde la quilla a la perilla levantaba los ánimos de todos. Ericson cogía sus gemelos de vez en cuando para escrutar la bruma matinal que tapaba el horizonte. Echó una nueva ojeada a la pantalla del radar.
-¿Situación del objetivo?- preguntó.
Sellars indicó la marcación y la distancia del contacto. La “cosa” había adoptado la marcha lenta del convoy y el Compass Rose lo alcanzaba rápidamente.
-Se hace un poco mas neto, capitán- observó el operador-; las mismas dimensiones, pero el eco es mas claro. Debe ser algo de una gran solidez.
La pantalla del radar reflejaba ahora una imagen muy clara de la escena. Todo el convoy era perfectamente visible: la masa compacta de los buques, la línea de los navíos de escolta y, detrás, el pequeño intruso persiguiéndoles obstinadamente. Ericson empezaba a creer en ello. Se convenció pronto de que lo que veía era un submarino persiguiendo al convoy que aún estaba fuera de su alcance, tal vez después de un ataque nocturno infructuoso, y esperando pacientemente la oscuridad para situarse otra vez en posición de tiro y atacar de nuevo. Pero, como carecía del ojo perspicaz del radar. El submarino debía ignorar la existencia de aquel buque de escolta rezagado a causa de una avería de las máquinas, de aquel barco con el que no contaba y que su llegada a tiempo para desbaratar sus planes. ¡Si por lo menos pudieran aproximarse lo suficiente sin ser descubiertos!
El Compass Rose proseguía su ruta. Todo el mundo a bordo parecía hipnotizado por esta presa. Si tenían la suerte de que fuese un submarino, iban a aprovecharse de la ocasión más inesperada de su campaña y asestar al enemigo el golpe magistral que tanto habían anhelado. Su tenacidad se vería recompensada y sus esfuerzos adquirían la plenitud de su sentido en la hora que se aproximaba. La esperanza iluminaba los rostros en la cubierta superior. La noticia de que estaban persiguiendo algo había corrido como un reguero de pólvora y los informes que se filtraban desde el puesto del radar llevaban hasta el colmo el nerviosismo de la tripulación. En el puesto de mando, el capitán, el timonel Wells y los dos vigías habían cogido sus gemelos, y seguían con los ojos desorbitados la línea del horizonte, al acecho de la pieza que iba a surgir de un momento a otro.
La espuma saltaba a ambos lados de la roda del Compass Rose mientras que una estela burbujeante se extendía tras del barco que navegaba de bolina en su impaciencia por dar alcance a su presa. El mar brillaba a lo lejos y la bruma matinal empezaba a disiparse a los pálidos rayos de sol, un sol alegre que parecía salir para ayudarles. Después de aquella noche de prolongada inmovilidad, era justo que se cambiaran los papeles y poderse lanzar a una implacable persecución.
El Compass Rose se iba acercando.
-¿Posición del objetivo?- preguntó Ericson por quinta o sexta vez.
Desde abajo, la voz vibrante de Sellars iba indicando diligentemente las distancias decrecientes y confirmaba la eventualidad de un encuentro particularmente animado.
Ericson tenía la sensación de que el barco entero se reunía bajo su mano y que este tensaba sus músculos par el asalto final. Sentía al barco bajo él, como un jinete siente a su caballo, satisfecho y orgulloso de su magnífica docilidad. ¡He aquí por fin la recompensa de tantas penalidades! Se dirigió a la giroscópica, tomó la situación de acuerdo con las indicaciones del radar y con sus gemelos escrutó el horizonte.
Lo descubrió casi inmediatamente; un pequeño rectángulo negro se destacaba sobre la superficie: era la torreta de un submarino. Mucho más lejos unos penachos de humo relevaban la presencia del convoy a más de veinte millas de distancia. Ericson se precipitó hasta el borde de la toldilla.
-¡Morrel!- gritó.
-¡Hay un submarino en la superficie, enfrente justo de nosotros! Está todavía fuera de nuestro alcance, pero esté preparado. Hay que disparar antes de que se sumerja…si llegamos a situarnos lo bastante cerca.
El capitán se volvió hacía Lockhart. En aquel momento, Wells, que estaba mirando con sus gemelos, gritó:
-Le veo, capitán!...¡justo enfrente de nosotros!...
Con la excitación, su grito casi fue un rugido pero su conciencia profesional le hizo volver en seguida al orden:
-¿Hay que enviar un mensaje de aviso, capitán?
-Si, informe al oficial de radio. (Ericson reflexionó un momento). Trasmita: Compass Rose a Almirantazgo retransmitido a Viperus. Submarino en superficie a diez millas a retaguardia del convoy TG. 104. Rumbo 345. Velocidad cinco nudos. Me lanzo al combate.
Luego se inclinó sobre el aparato del ASDIC:
-¡Lockhart, hay un…!
El rostro sonriente del primer oficial se asomó a la ventanilla de su cabina:
-¡He estado escuchando detrás de la puerta, capitán!-dijo Lockhart- todavía está un poco lejos, en mi opinión.
Ericson sonrió:
-Si, pero pronto vamos a necesitar su endiablada caja de sorpresas. ¡Atención! En cuanto nos descubran, se sumergirán en menos que canta un gallo.
-Capitán-replico Lockhart-¡Aprovechemos la ocasión ahora que están con el culo al aire!
Inmediatamente, una actividad febril se difundió por todo el barco. Las órdenes de estar dispuestos para entrar en acción se transmitieron a la sala de máquinas y al puesto de artillería.
-¡Eche toda la carne en el asador, Watts!- rugió Ericson en el portavoz-.¡No nos dejará jugar mucho tiempo con él!
La distancia seguía disminuyendo. La voz de Sellars era cada vez más vibrante. Unos minutos mas tarde resonó en cubierta un timbre de alerta para el cañón de cuatro pulgadas, y Morrell, con el gesto cortés de un hombre que presenta sus respetos, dijo:
-¡Creo que podría atinarle ahora capitán!
La distancia que les separaba era ya solo de cuatro millas: siete mil quinientos metros. Una gran distancia para un cañón tan pequeño. Empezar el combate desde tan lejos era correr el riesgo de fracasar. Pero, como pensaba Ericson, aquel imbécil inmóvil en su torreta iba a volverse de un momento a otro y descubrirlos.-Rugiría:¡Donnerwetter! (¡Rayos y truenos!), o bien:¡Gott in Himmel! (Cielo santo), y pondría inmediatamente su submarino a buen recaudo por una rápida y profunda inmersión-Ericson esperó todavía un poco, pesando el pro y el contra: de un lado, las probabilidades que tenían de ser descubiertos; del otro, el alcance máximo de aquel cañoncito que constituía el arma mas importante de su barco.
Luego, inclinándose sobre la barandilla dio a Morrell la autorización a disparar.
El dedo de Morrell debía estar ya acariciando el disparador, pues el estampido del cañón resonó al momento. El disparo salió bien dirigido gracias al radar que servía también de telémetro, pero desgraciadamente, no fue certero. El proyectil se hundió en el agua, treinta metros delante del submarino, levantando un enorme surtidor. El alemán no daba crédito a sus ojos; miró a su alrededor lleno de estupefacción, luego desapareció de la torreta cuya tapa cerró tras él. El silencio fue rasgado nuevamente por el rugido del cañón y el capitán lanzó una violenta maldición porque esta vez e tiro fue demasiado corto y la columna de agua levantada por el impacto tapaba la vista del submarino. Cuando se restableció la visibilidad éste había iniciado su inmersión y se hundía rápidamente entre un torbellino de espuma.
Si la vigilancia del submarino había fallado, su rápida maniobra de inmersión atestiguaba en cambio el admirable funcionamiento de sus mecanismos: en pocos segundos el casco y las tres cuartas partes de la torreta quedaron sumergidos. Morrell se dio el gustazo de lanzar un tercer cañonazo antes de que el mar se cerrase completamente sobre el submarino. El proyectil había explotado cerca del casco. Tal vez lo había tocado. Al desaparecer, el submarino había virado a la derecha.
-¡Lockhart! ¡Se ha sumergido!-gritó Ericson.
-¡Por el contacto, capitán!-replicó inmediatamente Lockhart.
El repiqueteo regular del ASDIC era lo bastante claro y fuerte pasa ser oído en el puente superior. Con los nervios a punto de estallar, Lockhart vigilaba al operador que, por su parte, hacía todo lo posible para conservar el contacto. La cosa parecía fácil, ya que el Compass Rose avanzaba muy deprisa. Pero el submarino parecía querer escaparse del haz del ASDIC y Lockhart tuvo que aguijonear al aperador que sudaba de puro nervios y daba grandes puñetazos en el borde de su silla.
-Se mueve muy deprisa hacia la derecha, señor.
Lockhart lo comunicó al puente de mando mientras aprobaba en su fuero interno a Ericson, que acababa de modificar la ruta para cortar en ángulo recto e interceptarle el camino. El Compass Rose se hallaba ahora muy cerca del objetivo y el sonido del contacto se confundía con el ruido de las máquinas. Era el minuto decisivo. Si el submarino sabía escoger el momento oportuno para cambiar bruscamente de dirección, tal vez conseguiría salirse de la zona mortal de la explosión. Esperaron todavía unos segundos…El tiempo necesario para recorrer los últimos metros para atacar…Luego Lockhart dio la orden de abrir fuego y las granadas submarinas fueron lanzadas.
La explosión del rosario de cargas de profundidad hizo rugir enormes surtidores. Sin embargo, el submarino no fue lanzado en pedazos al aire, lo que pareció tan incomprensible como indignante a la tripulación, que estaba segura de haber alcanzado a su presa.
Mientras el Compass Rose proseguía su siembra de cargas, los marineros no apartaban la vista del gran cuadrilátero de agua descolorida que señalaba el lugar de la deflagración. Todos esperaban que el submarino saliese a la superficie para rendirse.
Desgraciadamente, nada de eso sucedió.
-¡Maldición-rugió Lockhart, interpretando el pensamiento de la tripulación- Le hemos tocado indudablemente. No cabe duda que ese cerdo estaba allí…
-¡Sigan buscando!- dijo secamente el capitán- Aún no hemos terminado.
Lockhart dio la orden de seguir buscando por la popa, y se inclinó sobre el ASDIC.
Volvió a encontrarse el contacto inmediatamente, a cincuenta metros del sitio en que se habían lanzado las granadas.
Al punto el Compass Rose viró ciento ochenta grados y se lanzó al ataque. Su tarea, esta vez, parecía más sencilla. Las primeras cargas debían haber causado algunos destrozos porque el submarino no parecía moverse.
-¡Objetivo inmóvil, capitán!-informó Lockhart mientras la corbeta terminaba de virar.
El primer oficial siguió repitiendo su informe a intervalos regulares hasta el momento del asalto.
Las cargas de profundidad fueron lanzadas nuevamente y la enorme explosión hizo retemblar nuevamente todo el barco. Esperaron nuevamente a ver si sus esfuerzos habían tenido éxito.
Se oyó que alguien susurraba en el puente:
-¡Ahora ya sólo es cuestión de minutos!...
En efecto el submarino no tardó en emerger en la estela del Compass Rose, como un enorme cetáceo reluciente al sol y la tripulación, agrupada en el puente superior, lo acogió con un rugido triunfal.
El submarino salió a flote de proa, casi verticalmente, desequilibrado por la violencia de la explosión. Era evidente que ya no respondía a los mandos. El agua chorreaba por sus planchas y hervía a la altura de su torreta. Hacia el centro, el aceite chorreaba a través del blindaje reventado.
-¡Abran fuego!-rugió Ericson.
El cañoncito automático de dos libras, oculto detrás de la chimenea, era la única pieza que se podía colocar en posición de tiro. Inmediatamente el fuerte traqueteo de sus disparos agitó el aire y unas pequeñas granadas rojas corrieron a ras de agua en dirección al submarino que casi había recobrado su estabilidad. La proximidad a aquella cosa repugnante, responsable de tantas noches de espanto y horror, era indudablemente un espectáculo que llenaba de indignación a la tripulación del Compass Rose. Sin embargo, el cañoncito disparaba con precisión y hacía blanco.
El Compass Rose se aproximó nuevamente a su presa dando un fuerte bandazo al virar bruscamente. Dispararon las ametralladoras del puente y del timón. Inmediatamente el submarino empezó a hundirse y salieron unos hombres de la torreta. La mayoría de ellos corrían hacia la proa dando traspiés por la galería del puente abarrotada. Gritaban y agitaban los brazos levantados, en señal de rendición, cuando de pronto uno de ellos, sin duda mas furioso o más valiente que los demás, hizo accionar la ametralladora de la torreta y disparó una ráfaga contra el flanco del Compass Rose.
El fuego cesó bruscamente. El valeroso artillero acababa de caer atravesado en la torreta. El resto de la tripulación se lanzó al agua o cayó bajo el fuego de la corbeta. El odioso casco gris del submarino chorreaba sangre. De repente empezó a hundirse por la popa, en un torbellino de aceite y burbujas. De pronto asomó un hombre en lo alto de la torreta. Tiró un gran saco al agua y luchó desesperadamente durante unos minutos para acabar de salir de la torreta. Pero el cadáver del artillero debía obstruir la boca de la escotilla de socorro, pues el submarino desapareció antes de que lo consiguiera. Una última explosión levantó un geiser de agua aceitosa. Luego se hizo el silencio.
-¡Alto el fuego!-ordenó Ericson.
Una enorme capa de aceite pesado se iba extendiendo sobre la superficie apaciguada del mar.
-¡Timón a la vía!-gritó el capitán-
¡Parar máquinas!¡Preparen las redes de abordaje!
El minuto maravilloso había pasado…
También había pasado , hacia un rato, para uno de los tripulantes del Compass Rose, un joven marinero, uno de los servidores del cañón antiaéreo, que había caído fulminado por la ametralladora del marinero alemán que había intentado una inútil y última resistencia.
Sus compañeros, inclinados sobre el cadáver y embargados por la pena, quedaban ocultos por la cureña del cañón y formaban un pequeño grupo doloroso que contrastaba con la atmósfera de la corbeta.
Los supervivientes del submarino nadaban vigorosamente hacia el Compass Rose. Muchos de ellos, en el paroxismo del espanto o en la extenuación del agotamiento, jadeaban y pedían socorro, mientras nuestra tripulación le animaba con gritos irónicos. Igual que tantos otros náufragos que el Compass Rose había sacado del agua, unos gritaban, otros nadaban silenciosos y formalitos hacia sus salvadores, otros, en fin, se iban a pique antes de poder haber sido salvados. Hubo sin embargo, una excepción, un náufrago de un individualismo tan admirable, que estuvo a punto de dar al traste con toda la operación de salvamento. Mientras nadaba con energía hacia la red que colgaba del costado del barco, lanzó de pronto una mirada a los marineros que se disponían a ayudarle, alzó el brazo derecho y rugió.
-¡Heil Hitler!-
Al momento se elevó del Compass Rose un clamor de rabia y los marineros se negaron a seguir izando a bordo a los náufragos.
-¡Partida de ratas!-gruñó el servidor de los torpedos-. ¡Deberíamos dejarlos a remojo para siempre!
Lockhart, que vigilaba las operaciones de salvamento había presenciado la escena y se sintió invadido por una violenta cólera. Estaba a punto de dar su franca aprobación a la actitud de Wainwright. Si él hubiera sido el capitán habría ordenado inmediatamente:<<¡Todo avante!>>, abandonando a aquellos tipos a su suerte. Pero no se dejó dominar por el odio más tiempo ni hizo caso del mal humor de los marineros que le rodeaban.
-¡Daos prisa!-Gritó-, no vamos a pasar aquí todo el día.
Los supervivientes fueron izados a bordo uno tras otro. El alemán que había gritado Heil Hitler fue sacado el último. En cuanto estuvo sobre el puente, la bota del marinero Tonbridge- un coloso de un peso impresionante- aplastó su pie descalzo. El nazi lanzó otro grito, aunque esta vez de un género distinto.
-¡No arme tanto jaleo!- ordenó Lockhart con expresión severa-.¡Ya no está usted en peligro!...
Los prisioneros fueron colocados en fila. Eran catorce, mas un cadáver extendido a sus pies. La tripulación del Compass Rose en semicírculo, examinaba a aquellos cautivos: unos tipos insignificantes. El agua, que chorreaba de sus manos y sus pies, formaban regueros en la cubierta. Sus rostros consternados dejaban translucir su inmenso alivio. ¡Ah, no tenían aspecto de héroes!..Sin su barco, apenas parecían hombres. La tripulación del Compass Rose se sentía decepcionada y frustrada por la captura tan mísera. ¿Es esto- se decían-la tripulación de un submarino alemán?.
Además, la presencia de aquellos extraños a bordo provocaba una sensación de malestar, como una espina enquistada en un organismo sano. No eran sólo alemanes, sino “alemanes de submarino”, sus mas encarnizados enemigos. Inmediatamente se les cacheó y después de hacer una lista de ellos, se les envió a la sentina.
Ericson dio orden de que se encerrase en su propio camarote al capitán alemán, colocando un centinela en la puerta, como disponía el reglamento, Aquella misma mañana, algo mas tarde, el capitán bajó para conocer a su adversario.
El alemán, de pie en el centro del camarote, contemplaba el mar por el ojo de buey, con actitud taciturna. Cuando Ericson entró se volvió y adoptó inmediatamente la actitud envarada que reservaba para cuando estaba en presencia de otros. Era joven, ciertamente, pero su rostro mostraba los estigmas de la enfermedad del poder.
-¡Heil Hitler!- dijo secamente el alemán-. Lo primero que tengo que decirle…
-No- le atajó Ericson sin cumplidos-.Es inútil adoptar ese tono. Y antes que nada, ¿cuál es su nombre?
El alemán le lanzó una mirada furibunda:
-Von Hellmuth, Kapitän-Leautenat von Hellmuth. Usted también es capitán, sin duda. Ha tomado usted mi barco por sorpresa, capitán- dijo con amargura-, si no…
Parecía querer acusar a su vencedor de traición. Haberse valido de una táctica desleal, digna de un inglés, de un negro o de un polaco, pero indigna del honor alemán.
¿Y qué es lo que ha estado haciendo usted durante tantos meses- se disponía a replicar Ericson-, sino atacar a la gente por sorpresa y acosarla sin dejarle el menor resquicio para salvarse?. Pero eso hubiera sido predicar en el desierto. Ericson prefirió renunciar a cualquier discusión. Por lo tanto, se limitó a replicar sonriendo irónicamente:
-¡Es la guerra! Lamento que haya resultado penoso para usted.
Le volvió la espalda y salió del camarote para ir a sentarse en su butaca del puente de mando, haciendo un meritorio esfuerzo para recobrar su serenidad. Se sentía agotado. Su extenuación y la violencia de sus sentimientos la habían puesto taciturno. Cuando Lockhart fue a proponerle celebrar el acontecimiento descorchando una de las botellas en el comedor de oficiales, le despidió con cajas destempladas.
-¡Es preferible no ponerse a beber en alta mar!- dijo Ericson que, evidentemente, soslayaba toda conversación sobre el submarino.
Sin embargo, en su fuero interno, el capitán del Compass Rose se sentía feliz y orgulloso de esta victoria. No compartía el entusiasmo delirante que se había apoderado del barco ocasionando las ruidosas explosiones de alegría de los marineros, pero experimentaba igual que ellos la satisfacción del deber cumplido. Habían realizado bien su misión y aquella victoria era la coronación de dos largos años de duras pruebas y esfuerzos. Habían pasado muchas penalidades para obtener aquel resultado; habían conocido el cansancio, el tedio, el agotamiento, el frío y toda clase de sufrimientos. Ahora, de pronto, la destrucción del submarino les compensaba de tantas horas trágicas; la pizarra había sido borrada, la cuenta saldada. Pero Ericson consideraba aquel saldo como una cuestión personal y no quería compartirla con nadie.
Fin.
Esto es todo, camaradas, espero que fuera de vuestro agrado.
Un saludo.
