Stefan Zweig: Momentos estelares de la humanidad
Una mañana de febrero de 1942 en Petrópolis (Brasil), una pareja apareció muerta abrazada sobre el lecho. La fotografía muestra a un hombre bocarriba, la boca abierta, la camisa y la corbata puestas, una mancha de sudor sobre el pecho. La mujer, de lado, apoya la cabeza sobre el cuello del hombre, ambos entrelazan sus manos. Es una imagen impresionante, emotiva y patética. El último acto de amor de Stefan Zweig y de su esposa, Lotte.
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Los motivos del doble suicidio los refirió el propio Zweig en una declaración enviada a la prensa el mismo día. Zweig, austriaco y judío, había escapado por un pelo de las garras del Tercer Reich, pero la vida fuera del ámbito de la gran cultura centroeuropea era imposible. En esa última y escueta despedida final, Zweig explica que el mundo que él había conocido, toda una herencia de siglos, se había reducido a escombros. Para él y para su esposa, no había forma de existir sin la savia de esa tierra esquilmada que había dado a Wagner y a Freud, a Mann y a Strauss, a Mahler y a Nietzsche.
El hombre que había escrito algunas de las mejores biografías de la historia, el que había indagado con infinita delicadeza en las vidas de Magallanes, Dostoievski, María Antonieta o Fouché, había decidido poner punto final a su existencia con un gesto que no dejaba lugar a dudas. Pero la interpretación de ese gesto no se agota con la carta enviada a un periódico brasileño: se hubiera necesitado de un biógrafo de la talla de Zweig para explicar aquel doble suicidio.
No en vano, el mayor don de Zweig , como escritor y como historiador, era su instinto infalible para localizar el punto de fractura, el instante crítico que resuelve una época, un carácter, un estilo. En su libro más famoso, Momentos estelares de la humanidad, Zweig habla de esos instantes “dramáticamente concentrados, preñados de fatalidad”, esos nudos del destino donde, en un breve espacio de tiempo, parecen converger la tensión, la fuerza y el sentido de una era. En ese misterioso “taller de Dios”, como Goethe denominó a la historia, abundan los sucesos triviales e irrelevantes; el problema es hallar los hitos decisivos en medio del flujo monótono de los acontecimientos.
Para ilustrar su visión de la historia como un drama interminable, marcado tanto por el vasto rumor de las multitudes como por las entradas y salidas de los protagonistas, Zweig eligió catorce episodios históricos transcendentales –“catorce miniaturas históricas”, según sus propias palabras– y los alumbró con la potencia de su estilo y la sutileza de su penetración psicológica. En medio de su prosa, épica y resplandeciente, Núñez de Balboa, Napoleón, Goethe o Lenin reviven como actores de una tragedia incomprensible para ellos mismos pero cuya acción va a determinar el rumbo del futuro. La metodología académica no sirve a su propósito: sus modelos serán los grandes clásicos griegos y latinos, Jenofonte, Tácito, Tito Livio, y los grandes historiadores románticos, Gibbon y Mommsen. Pero Zweig destila más aún la suma de los hechos, concentra revoluciones, tumultos, guerras e imperios en el breve fulgor de una anécdota o en el relámpago de un gesto.
A nadie se le escapa que ese designio resulta forzosamente subjetivo y arbitrario, pero su mismo apasionamiento, su exceso de fervor, logran inyectar a la letra muerta de la historia la sangre de una novela. La gracia suprema de Zweig consiste en su astucia para desplazar ligeramente el acento de una fecha o para observar un choque decisivo desde los ojos de un personaje secundario. Por ejemplo, en la batalla de Waterloo, que va a decidir el destino de Europa durante todo el siglo XIX, Zweig se centra en la figura de Grouchy, el mariscal napoleónico que no llegó a tiempo de salvar a Francia. El enfrentamiento supremo entre Napoleón y Wellington se oye como un cañoneo lejano en los oídos de ese hombre íntegro y recto, sí, pero opaco y falto de genio. En unos pocos párrafos, Zweig describe la soledad final del Emperador después de su regreso de Elba. Salvo Ney, ya no tiene a su lado a aquellos héroes de leyenda, Murat, Saint–Cyr, Berthier, aquellos guerreros impetuosos y magníficos, sino un militar sumiso, obtuso y tenaz. Incapaz de desobedecer la orden imperial, sin dejar de perseguir al ejército prusiano en retirada, Grouchy escucha las primeras descargas de la artillería y desoye las súplicas de sus oficiales para acudir al reclamo de la batalla. Si en vez de Grouchy, Napoleón hubiera escogido a Ney, su brazo derecho, el hombre que manda la infantería contra las tropas de Wellington, qué pronto volvería a brillar para Francia el sol de Austerlitz. Pero Grouchy, sordo a la llamada del destino, prosigue su fantasmal cacería por los caminos manchados de fango, sin comprender que ha tenido en sus manos, por un instante fugaz, las riendas del tiempo.
De Roma, el Imperio por excelencia, a cuya sombra sigue rodando la historia del mundo, Zweig podía haber escogido el momento en que César cruza el Rubicón y se enfrenta a Pompeyo, o el terrible trago de la Segunda Guerra Púnica, cuando Aníbal está a punto de cambiar el curso de los siglos tras la batalla de Cannas. Sin embargo, escoge el asesinato de Cicerón, y la valentía del viejo orador (cuya frente, atravesada por un clavo, cuelga en la memoria de Roma para eterna infamia de su verdugo, Marco Antonio) simboliza mejor que nada el final de una república que, desde entonces, pese a quien pese, no ha vuelto a levantar cabeza.
En la toma de Bizancio, la descripción del carácter del sultán, Mehmet, y del asedio al que somete a la ciudad, forman una obra maestra de concisión, rigor y brío. La pequeña puerta en la muralla, la Kerkaporta, abierta en un descuido incomprensible y que fue la causa de la derrota cristiana, da pie a una estremecedora reflexión sobre las fuerzas ciegas que entrelazan el destino y la voluntad de los pueblos junto a la casualidad y la pura mala suerte. Zweig tampoco habla del momento, quizá previsible, en que Colón descubre un nuevo continente, sino aquel en que Núñez de Balboa contempla por primera vez el Océano Pacífico. Teñida de grandeza sobrehumana, su visión de la Conquista de América está muy lejos de las típicas simplificaciones de la historiografía anglosajona. Pero la decapitación de Balboa a manos de Pizarro no oculta tampoco la oscura tramoya de envidias, rencores y ambiciones personales que animaron a los primeros descubridores españoles.
Para hablar de la Revolución Francesa, las revueltas callejeras, los juicios multitudinarios y la guillotina, Zweig no elige a Robespierre o a Danton, sino a un insignificante capitán, Rouget, quien en una noche de genio, fue capaz de alumbrar una canción inmortal que se convertiría en la égida de Francia: la Marsellesa. En la balanza de la historia, las creaciones del espíritu pesan tanto como las odiseas del comercio o de las comunicaciones: Zweig dedica páginas gloriosas al descubrimiento de las minas de oro en California o a la aventura del primer cable trasatlántico. Pero está claro, que en su ánimo, hay una simpatía especial por esos instantes misteriosos en los que el arte gira de pronto y da un vuelco al alma humana. La patética fuga de un Tolsoti ya anciano; el último amor de Goethe, que encendió las brasas de la “Elegía de Marienbad”, uno de los poemas más bellos de la lengua alemana; o el joven Dostoievski que, ante la farsa brutal de un simulacro de fusilamiento y después de oír la sentencia que lo condena a diez años de destierro en Siberia, se echa a reír, aterrorizado, con “la carcajada amarilla de los Karamazov”.
Pero quizá el retrato más bello e íntimo del libro sea la recreación que hace Zweig de uno de los momentos más altos de la música: la composición de El Mesías, de Georg Friedrich Händel. Un relato impresionante, tenso y espléndidamente resuelto, que empieza por la apoplejía que dejó paralizado a Händel durante meses. Los médicos prácticamente lo desahuciaron pero no contaban con la tremenda voluntad del gran músico que, desafiando a la muerte, pasaba nueve horas diarias en las aguas termales de Aquisgrán. Al poco tiempo, Händel recuperó la movilidad del lado derecho y pudo volver a tocar y componer. Sin embargo, unos años después, arruinado y lleno de deudas, cayó en una depresión en la que llegó a preguntarse si merecía la pena haber resucitado. Una noche en que llegaba a casa tarde, para despistar a los acreedores que le esperaban a la puerta, Händel encontró un manuscrito que le enviaba su libretista, Jennens. Era el texto de El Mesías. Nunca se habrá ahondado tan profundamente en la naturaleza y las pulsiones de la creación artística como en estas páginas de Zweig dedicadas a la gloria de Händel y a la tempestad de sentimientos y pasiones que desbordó al compositor durante las tres semanas que tardó en esculpir el oratorio más grande de la música.
La misma ironía que había hecho caer a Bizancio justamente mil años después de la invasión de Roma hizo que el Mesías se estrenara el 13 de abril, la misma fecha en que Händel cayó fulminado. Por eso, cuando estaba en su lecho de muerte, Händel, ferviente católico, vaticinó a los médicos que también moriría el 13 de abril, Viernes Santo. Su poderosa voluntad obró el milagro de despegar el alma de su cuerpo, como había logrado traerla de regreso años atrás, en Aquisgrán. En cierto modo, según Schonpenhauer, cualquier hecho de la vida es una manifestación secreta de la voluntad: cada encuentro casual es una cita, cada enfermedad un castigo, cada muerte un suicidio. Si Schonpenhauer tiene razón, en el taller de Dios la muerte de Händel y el suicidio de Zweig se igualan. Al fin y al cabo, Zweig había escrito que “la medida más segura de toda fuerza es la resistencia que vence”.
Fuente: http://www.hotelkafka.com/blogs/david_t ... humanidad/
El libro es buenísimo.
Saludos.
P.D: algo tiene que ver con la segunda guerra mundial, pero no es exactamente "temático"