Respetado jefasso y resto de la banda naval:
Acabo de descubrir, con absoluto asombro, que se me ha concedido una medalla. No tengo palabras: una medalla por, simplemente, escribir!!! Varios gobiernos deberían tomar buena nota de esto. Os doy las gracias muy sinceramente, aunque debo deciros que no creo merecerla en absoluto: soy un impresentable de mucho cuidado, lo se bien, que me conozco hace años.
Ando bastante desconectado ultimamente y me he enterado por una llamada telefónica de un gran amigo, y vuestro tambien, y mejor persona aún: el bueno de Vilthomsen.
Gracias de nuevo; como muestra de mi agradecimiento os dejo aquí este rollo acabado de salir del horno, del mismo modo que yo acabo de llegar de Normandía. Gracias de nuevo y no olvideis lo de siempre: si os aburre, lo dejais y os tomais un carajillo que, además, alimenta. Gracias de nuevo!!!
Notas de Normadía.
Las maquinas y yo no nos llevamos muy bien; esa es la realidad. Sobre todo si funcionan con algún tipo de corriente eléctrica: vivo bastante, en la paz de mi estudio, entre los siglos IX y XIII y, allí, vamos a otro ritmo. Así que sobrevivo como puedo y mucha cosa es que sepa distinguir entre pantalla y teclado. Digo esto para informaros que las maquinas de retratar no son mi fuerte. Cuando viajo escribo y dibujo, sin prisas, en un bar, fumando una buena pipa y tomando alcohol puesto que un servidor de ustedes no es muy políticamente correcto y, claro, fuma, bebe y no va a misa.
Quería ver Normandía; a poder ser en los mismos días del desembarco: por aquellas cosas que los de Història tenemos a veces: oler el aire y ver la luz de unos días concretos del año, mirar que plantas y flores se dan y que cara ponen las vacas a principios de junio, en este caso. Otros van al fútbol o coleccionan tapones de cava, así de simple. Al final fuimos justo una semana antes del desembarco. Antes, en casa, una buena empollada de libros y, nada, a Normandía. Lo que sigue es la trascripción al castellano de las notas originales tomadas en catalán. Seguramente os aburrirá: dejadlo. No pasa nada. Simplemente me impresionó tanto que deseaba compartirlo.
En Normandía la guerra, la II guerra mundial, claro (hay tantas ya que debemos distinguir), está presente y bien presente en todos lados. En esta misma Manoir de Brion donde ahora, al caer la tarde escribo placidamente, un magnífico e impresionante edificio del siglo XV, mitad castillo mitad explotación agrícola y hoy dedicado a hotel, estaba entonces aquí mismo y participó en los combates. Los árboles que veo desde el gran ventanal, altos, viejos, imponentes, sirvieron para esconder vehículos y blindados y vieron pasar aviones en vuelo rasante buscando presas.
Como también estaba allí mismo el río que corre placidamente al final del parque-jardín del castillo: ¿Cuánta sangre se mezcló con sus aguas? Las playas, por supuesto, estaban allí: amenazantes, grandes, siniestras. Tan diferentes de nuestras acogedoras playas mediterráneas, pequeñas, casi íntimas o grandes i claras pero poco anchas. ¿Cómo puede correr uno tantos metros? ¿Cuántos de estos granos de arena estaban aquí esa madrugada? Guerra, la puta guerra.
Pero hoy la guerra, aquí, es solo un recuerdo omnipresente; como es también inicio y final de muchas historias personales y comunitarias pero también, y sobre todo, es un negocio poderoso que atrae. A unos, los más jóvenes, por curiosidad, es como estar en el decorado de una gran película o un parque temático donde reproducir juegos; para otros, los de mediana edad, es turismo, deseo de saber o simplemente ver lo que se encuentra allí. Para los más viejos es dolor, recuerdo de amigos y compañeros o, simplemente, volver a los lugares de cuando eran jóvenes.
Es difícil ahora, cuando la tarde empieza a perder la brillantez de los colores y hay en perspectiva una buena cena normanda, ahora que solo se escuchan cantos de pájaros y el murmullo del aire pasando entre las ramas, es difícil, ahora, decía, ver humo y fuego, escuchar disparos y cañonazos, gritos y juramentos o sentir el olor de la muerte, de la carne quemada o del caucho incendiado. Es muy difícil. Pero todo esto pasó y pasó aquí mismo: ante mi mirada asombrada.
El Mont Saint Michel ha sido una placida entrada en el país de los normandos. Por ser un impresionante despropósito monástico, por llevar la magia monacal lejos, físicamente, de la tierra, por ser vieja y sana piedra benedictina, con todo lo que esto quiere decir: soñar un mundo mejor, aislado del mundo por el mar, rodeado de una disponibilidad ilimitada de libros y con unas reservas de calvados que, a juzgar por las dimensiones de la bodega abacial, eran más que suficientes para esperar la siguiente cosecha de manzanas, por duro que fuera el invierno o insaciable la sed de los santos padres. Pero esta sonrisa cómplice ante la casa de la ilustrada banda de San Benito dura poco. Fuera está la guerra, mejor dicho, sigue instalada allí, como en 1944.
Hemos comenzado por el cementerio alemán de Huisnes-Sur-Mer, entre Saint Michel i Avranches, uno de los cinco cementerios que hay dedicados a ellos. El lugar es austero, digno, sobrio pero, al mismo tiempo brutal en su simplicidad militar. Hay cerca de 12000 cadáveres, recogidos de los distintos frentes franceses y enterrados en nichos para cuatro y más personas. Sólo hemos aguantado la visión de algunos de cuatro: los ojos no pueden evitar sumar y restar años escritos en el mármol. No importa el país, ni la bandera: las restas dan unos resultados crueles, inaceptables: son todos unos niños que hubieran debido estar en primero de carrera! Sin ningún género de dudas todos los muertos de todos los cementerios militares estaban llamados a mejores vidas, no a la absurdidad criminal que sufrieron o protagonizaron.
Este cementerio, su forma circular de paredes amplias y altas, dentro de las cuales hay pequeñas entradas, como saloncitos, donde hay los nichos con los soldados, recuerda muchas cosas. Piensas en el circo máximo o en una plaza de toros: la sangre, en ambos casos, vuelve. Pero lo que más recuerda es a un viejo y fortificado castrum romano, edificado en medio del territorio de una tribu hostil. Como si los muertos, conscientes de estar lejos de casa, se protegieran los unos a los otros.
Muertos bien presentes en el recuerdo de los suyos: las coronas de flores frescas son abundantes, así como los ramos de flores o las simples florecitas recogidas en la entrada. En un momento dado nuestros ojos se fijan en una ofrenda distinta; está apoyada en las letras de bronce que explican que allí descansa el suboficial Wolfang Arnold. Es una cruz pequeña de cartulina y brazos amplios con una flor dibujada en el centro, está hecha en algún comedor de casa particular, sin prisa, con una dulzura infinita.
Hay una inscripción hecha, en inglés, con una evidente caligrafía de persona mayor. En brazo vertical superior puede leerse “A nuestro hijo alemán” y en el inferior “De sus padres ingleses”. La guerra y sus miles de historias pequeñas y personales surge de pronto ante nosotros con toda su fuerza; nos vamos. Es suficiente.
Solo un buen pato confitado y foie fresco, junto con un maigret de pato y una cazuela de pescado cambia el curso de nuestro ánimo. Le ayuda un camembert envuelto en pasta brisa y horneado junto con una crep normanda, una sidra más que excelente, café y calvados a la salud de la paz que gozamos. De hecho, a fuer de ser sinceros, fueron dos calvados.
El cocinero que nos atiende es lo que se espera de un cocinero: alguien que prueba, y abundantemente, todo lo que hace; e incluso repite, importándole bastante poco lo que opinen luego los demás. Feliz en su desmesura, ama a quien come y te lo hace saber. ¿Quien puede invadir esta tierra, cualquier tierra? ¿Quien puede matar aquí?
Cae el día sobre el mar; un mar que, una madrugada dentro de escasos días, y hace 60 años, se teñirá de sangre, de sangre indecentemente joven.
La noche, a pesar de todo, pasa con una placidez que no es de este mundo, entre unas paredes de más de quinientos años y la suavidad de una madera centenaria.
La mañana nos despierta sin ninguna prisa, todo lo contrario del día que nos espera en el cual, sólo Bayeux y su tapiz, a pesar de contar también una historia de guerra y desolación, de poder y de ambición, nos ofrece la maravilla del arte, del trabajo lento y feliz que supera con elegancia el paso de los siglos. El resto del día la guerra nos ha impuesto su recuerdo de horror; presente de nuevo en todos lados: banderas en el lugar más insospechado recuerdan una carnicería; placas y estatuas avalúan litros de sangre joven y monolitos y piedras votivas establecen la medida del horror.
Primero el Memorial de Caen, un ejemplo importantísimo de cómo es posible hacer comprensible la Història. Didàctico, limpio, accesible y luminoso. Permite entender el origen y el abasto de la tragedia. Orientado a la reflexión para la paz pienso que es un camino a seguir. Me llama la atención, y los observo como un entomólogo curioso, casi en los límites de la buena educación, la presencia de alemanes de todas las edades. ¿Qué hacen? Supongo que, como en el caso de España con todo lo relacionado con la guerra civil, la gente tiene necesidad de saber por si misma. La pregunta ¿Abuelo, tú que hiciste en la guerra? es universal cuando una guerra ha marcado varias generaciones, como todas las guerras. Pero, ¿Qué puede contarle un abuelo alemán, ante las dimensiones de horror, a su hijo o a su nieto?
Pero las preguntas también deben hacérselas muchos franceses. ¿Qué fue para ellos, exactamente la II GM? ¿Quién estaba en la resistencia? ¿Qué significo la ocupación? Me vienen a la cabeza muchos libros, pero sobre todo “Aquellos hombres grises”, para los primeros, y “La depuración”, para los segundos, dos ejemplos brillantes de investigación histórica.
Cenamos en Grancamp, viendo la Punta de Hoc desde el ventanal del restaurante. Sopa de pescado y ostras gratinadas y pintadas con aceite de ajo, junto con un pastel de pescado y pato con uvas al calvados. Una sidra que incitaba a la más alta poesía y varios quesos. Postres, café y calvados. Mientras la noche intenta abrirse paso visitamos la Pointe du Hoc, donde los rangers americanos tenían una misión. Se perdieron los barcos que los llevaban por el canal, llegaron una hora tarde y murieron a centenares para tomar unos cañones que ya no estaban allí. Pienso en otro libro, “Historia de la incompetencia militar”. Tomar esos cañones era preciso para que la invasión pudiera llegar bien a Omaha, que está a 500 metros.
Suerte que hemos cenado. Los hoyos de los obuses de la marina aliada, aún presentes y perfectamente visibles, piden otro calvados a gritos. Muerte y desolación se mire por donde se mire. Había, por descontado, que vencer al nazismo como fuera; en eso no hay discusión. Pero el precio fue desorbitado, como desorbitado fue el precio pagado por los alemanes de a pié o de ciertos grupos o ideologías. Por no hablar de los campos de exterminio: un viaje, una visita, que todo europeo debería hacer para entender el mal. Otro libro me viene a la cabeza: “Eichmann en Jerusalén”. El recuerdo de Hitler avergonzará siempre más a esta Europa que se quiere culta y sofisticada. Es fácil entender a Hitler definiéndole como un monstruo; el problema viene de la mano de la realidad: Hitler no era un monstruo, era un ser humano. Encuentro a faltar a JS Bach para refugiarme en su música, pero aquí, con la noche encima, lejos de todo, no es posible oir sus notas balsámicas. Solo queda irse a dormir.
Y hoy lo hacemos en un castillo que tiene su historia de guerra. Como debe ser y que se me ocurre que es un paradigma de la Francia ocupada: era residencia de los oficiales alemanes destinados en el muro (¿Quién habrá dormido antes en esta cama?), beneficiándose, de pasada, sus dueños, de la intendencia militar puesta a disposición de sus forzados huéspedes; de noche, los alegres patronos se iban a realizar actividades en la resistencia local por aquello de la patria y del que dirán y, así, y como decimos en catalán, quien pasa un día aprieta un año.
De este modo, sin pensar demasiado en que habitación se ha dormido y que inquilinos uniformados la han utilizado antes, escuchamos las explicaciones de la descendiente de tan prácticos y bien alimentados resistentes y partimos por la mañana hasta Omaha, a diez minutos en coche.
El cielo cuenta mejor que nadie la historia de aquella madrugada: es gris, frío, lejano; llovizna de modo continuado. No hay nadie. Son las nueve de la mañana y la luz es la del inicio de un amanecer de junio en casa. No quiero pensar, ni mucho menos preguntar, como estaba la marea ese amanecer. No quiero saber los metros que tuvieron que correr bajo el fuego directo del viejo bunquer que tenemos al lado. Omaha la sangrante la llamaron y viendo lo que vemos se entiende sin ningún problema. Y luego las cuestas con la vegetación, y las casas del pueblo, y los caminitos entre arbustos, y el interior: el infierno del interior.
Nos invade algo descorazonador; como si de todo el paisaje salieran aún los gritos de dolor.
Una vez más cuesta imaginar esta tierra en medio de una guerra. Árboles verdes, senderos deliciosos, campos cerrados de paredes vegetales… un territorio diseñado y pensado con ojos de labrador, construido por agricultores para aprovechar al máximo una tierra fría y llenar la despensa; no está hecha para matar o morir. Pero ahora, en esta comunidad europea que ha convertido a los hombres del campo en una especie de funcionarios, de trabajadores pendientes de una subvención, el paisaje pierde el dramatismo de la supervivencia y se transforma en algo de una belleza indescriptible, con un punto de abandono que aún lo hace más delicioso. Pero, en términos militares, la pregunta es ¿Quién puede combatir aquí? Escondrijos, curvas, rincones, trincheras naturales, campos acotados… es un infierno verde i marrón sobre el que se abalanza otro infierno de fuego. Todo facilita la muerte.
Los pequeños museos locales vienen uno a continuación de otro. Muchos son simples barracones de intendencia instalados por los mismo aliados; otros son pequeñas naves; otros tienen un proyecto museístico; otros son grandes… La mayoría son privados y, no pocos, son monográficos de unidades concretas. Son indispensables. Mezcla de lección de Història, de coleccionismo a lo grande y no exentos, algunos, de un cierto espíritu de trapero, de chatarrero o de almacén de los milagros, no dejan de despertar un punto de ternura. En muchos de ellos se puede comprar material, digamos, legal y de la época: cascos, escudos, piezas de uniforme. Por deformación profesional y observando donde hay que observar y escuchando donde hay que escuchar, también se detecta, en uno o dos lugares, un comercio “non sancto”: armas, insignias nazis, banderas, carteles, retratos…
Y claro, las tiendas. En las tiendas, que abundan, se encuentran, en miniatura, todo tipo de aviones, vehículos, de figuritas militares… sin olvidar el bando alemán, lo cual es justo. Como digna nos ha parecido la presencia de las banderas de los antiguos países del eje en la mayoría de los museos públicos. Justo en uno de estos museos, en Arromanches, donde se instaló el famoso puerto prefabrido, cuando la lluvia se ha convertido en un auténtico aguacero, observo un grupo de jóvenes soldados alemanes, con su uniforme de campaña y sus insignias de la NATO. La curiosidad es comprensible estando donde estamos: las preguntas se agolpan: que cara tienen, que voz, que miradas presentan, hay seriedad en sus rostros, están reflexionando sobre lo que ven… No lo se; solo se lo que mis ojos me dicen: comparan precios, y compran algunos, de unos souvenirs que, si hubiera una ley para la protección de la estética, estarían todos incautados y el tendero y el fabricante en la cárcel. ¡Si sus abuelos les vieran! La pregunta es simple: ¿Si no reflexionan, o no les importa lo que tienen delante, es posible que les puedan volver a fanatizar? ¿La Història es un arma de futuro que, con sus lecciones, evita que se repitan los desastres pasados? ¿Alguien escucha la cansada voz de la Història?
Antes habíamos pasado por el cementerio americano de Omaha Beach, en Colleville-Sur-Mer. A diferencia del alemán es abierto, grande, luminoso. Impresiona de otro modo: cada cruz tiene su nombre, edad y lugar de procedencia. Permite reconstruir vidas, rostros, sonrisas de manera individualizada. Están aquí, en un altozano frente al mar por el que vinieron y descansan en la tierra que los vió morir. Es algo especial pasear entre esas cruces blancas, inmaculadas, iguales. Pero aquí también el paso del tiempo ha hecho su obra.
Había una ceremonia adelantada del aniversario del desembarco, con familiares y veteranos. Un homenaje con unidades militares de tierra y aire americanas y francesas formadas, sin ninguna de las dos marinas, por cierto: jóvenes viendo como abuelos recordaban y honraban otros jóvenes de otros tiempos. La banda de la Guàrdia Republicana, con sus uniformes del siglo XIX, le daba un algo especial bajo la lluvia. Era realmente emotivo, sobre todo si quien esto escribe y lo dice, por edad, formación y procedencia, está vacunado contra cualquier acto castrense. Llovía y las notas de música parecían encaramarse, cielo arriba, trepando por las finas gotas de agua que caían del cielo.
Entre el público había bastantes militares de uniforme, franceses y americanos, que presenciaban el acto. Pues bien, entre estos, había una teniente y una capitán del ejército americano, riendo, estirándose evidentemente aburridas, y dedicadas a sus cosas. No tendrían más de 30 años. Aquella no era su guerra. ¡Pobres abuelos y pobres soldaditos!
La comida, una vez más, nos sacó la tristeza. Esta vez sopa de pescado, una cazuela de mejillones a la normanda y callos al estilo de Caen, bendecido todo con sidra de taberna. Café i basta, que había que conducir dos horas hasta el aeropuerto y, además, llovía a gusto.
Antes de irnos una visita más: la batería costera de Longues-Sur-Mer, la única que aún conserva los cañones. Cuatro búnqueres con sus piezas, más la casamata de dirección de tiro y los polvorines. ¿Qué demonios podían pensar los ingenieros haciendo hormigón para la destrucción, calculando fuerzas y tensiones para la muerte? ¿Había empresas francesas y constructores del país que ganaron dinero con esto? Hay fotos terribles, por casuales e inesperadas, en los museos: trabajadores forzados y gente de la Todd, pero también hombres bajos y morenos, con boina y buena barriga, con corbata, abiertamente franceses, que miran satisfechos junto a oficiales alemanes los progresos de las obras.
Lo cierto es que pocas cosas podían pasar por el canal de La Mancha frente a la batería, ante el huracán de fuego que esos obuses podían enviar al mar. Fueron tomados desde tierra, por una unidad inglesa; en las paredes de los búnqueres y en los parapetos de los cañones están las señales de las balas de todos los calibres que se utilizaron en el ataque: una vez más la muerte nos envía su señal desde el pasado: pasó y pasó aquí, de verdad.
Llovió todo el camino de vuelta. Como no tenía que conducir el avión, afortunadamente para la història de la aeronàutica mundial, y soy persona previsora, de las reservas familiares de calvados que compré para uso privado y medicinal, separé, de modo que estuviera a mano, una de ellas. El café lo puso el bar del aeropuerto y, claro, también puso el vaso, que beber a morro en público no está bien. Una buena y generosa dosis de manzana líquida fermentada me ayudó a devolver a los cementerios militares normados el gusto a muerte que llevábamos encima. Jamás valoraremos suficientemente la paz que tenemos. Todo lo que trabajemos por ella siempre será poco.
PD: si habéis aguantado hasta aquí merecéis un premio: por los pequeños museos había diarios de la época con las hazañas de los u-boots en portada; tambien enigmas, planos con rumbos trazados a lápiz, uzos, instrumentos marinos de submarino, una maqueta de un VIIC grande como una vespino… pero los muy malditos y taimados propietarios de museos saben que merodeamos por allí y le ponen cadenas a todo. Es más, por algún misterioso sortilegio nos detectan y nos siguen en las visitas; ni los ojos de Marie, que Joan sabe que son una locura, podía distraerles de la vigilancia a la que me sometían. Corre la voz que, de noche, han contratado jubilados de la Royal Navy para que vigilen. Habrá que pensar algo: allí estaba la carta marina de mi U-128 que perdí una noche, cuando toda la tripulación, en asamblea, decidió vender el submarino y poner una destilería de calvados, los beneficios de cual nos permitirían huir a Haway y empezar una nueva vida!!! Esa carta de navegar es mía!!!!
Gracias por la paciencia en leer y perdonarme el aburrimiento que os he causado! Un abrazo!!!!
Gracias y pan acabado de sacar del horno
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- Könteradmiral
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IM.... PRESIONANTE
Haddock el Hobbit???
A parte de una medalla pongamosle una mesa redonda donde nos cuente mas viajes y batallas y en el centro de la misma un asado ¡¡¡¡
Eres genial ¡¡¡
A parte de una medalla pongamosle una mesa redonda donde nos cuente mas viajes y batallas y en el centro de la misma un asado ¡¡¡¡
Eres genial ¡¡¡
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- Kommodore
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Muy bueno!! como siempre.
Abusando de tu amabilidad colega... Nos gustaría verte mas por aqui.
Te echabamos de menos!
Gracias.
Abusando de tu amabilidad colega... Nos gustaría verte mas por aqui.
Te echabamos de menos!
Gracias.
http://clubnauticoaragones.rcymodelismo.es/
"La guerra es desatar con los dientes un nudo político que no se puede deshacer con la lengua"
[URL=http://imageshack.us]
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- Oberfähnrich zur See
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Re: Gracias y pan acabado de sacar del horno
Tripulacion formada en cubierta!!!
FIIIIIIR-MES!!!!
silbato de honor al Kapitan-Leutnant Haddock en su ultimo destino!!!!
FIIIIIIR-MES!!!!
silbato de honor al Kapitan-Leutnant Haddock en su ultimo destino!!!!
"Mit der Dummheit kämpfen Götter selbst vergebens" F. V. Schiller



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- Könteradmiral
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Re: Gracias y pan acabado de sacar del horno
[youtube]ehl6F90rj3U&list=PLC832583531066469[/youtube]


¿Profesión?
Técnico Superior en sistemas de refrigeración de materiales de construcción.
¿El que moja los ladrillos en las obras?
El mismo.
Re: Gracias y pan acabado de sacar del horno

Comandante en Jefe de la 24 Flotilla
¡Larga vida a la 24!

¡Larga vida a la 24!
