LOS TERCIOS ESPAÑOLES AL MORIR FELIPE III de ASTURIAS

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Kamille Rososvky
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Re: LOS TERCIOS ESPAÑOLES AL MORIR FELIPE III de ASTURIAS

Dejo para más tarde o mañana, Los tercios en Flandes.
Saludos de Kamille

Los Tercios en combate
http://es.geocities.com/capitancontreras/combate.htm


Amanece un nuevo día en el campamento español, oscuro, frio y nublado. Un día holandés. La campiña flamenca, verde como la madre que la parió, está cubierta por las gotas del gélido rocío del norte que cala hasta los huesos.

Hace diez días que los españoles persiguen al ejército rebelde, que, aunque superior en número, marchó presto a refugiarse tras los muros abaluartados de la ciudad de Boom para aguantar mejor la embestida de las tropas hispánicas.

Despunta el alba en el horizonte, perezosa y sin fuerza, tan distinta a la que produce el radiante sol de Sevilla, Barcelona, Toledo, Santiago o Vizcaya. Los españoles añoran ese sol y ese calor de la ingrata patria (que siempre paga, pero paga tarde), mientras se ajustan con parsimonia los arreos y las armas, calándose cascos y tocados, cosa usual en hombres de tanta hidalguía (la milicia fué siempre cosa muy hidalga y honrosa), que de ir descubiertos podrían confundirlos con sencilla villanía.

El sonido de la caja del tambor mayor llamando a los señores soldados a reunirse en el patio de armas rompe los murmullos y el incómodo silencio. Allí, pese al frio que hace rechinar los dientes, el maestre de campo arenga a los hombres sobre su caballo, gallardo bajo su bonita armadura con damasquinos, guantes, espada de lazo, botas altas y una borgoñota empenachada de rojo. No hace falta mucho discurso para encender el ánimo a ese grupo de hombres de aspecto fiero, la mayoría de ellos veteranos y fogeados conocedores del oficio, de manos callosas y rudas, enjuntos, con grandes barbas cerradas, anchas espaldas y piel cetrina.

El asunto es sencillo y cae de cajón. Los flamencos, acortadas las distancias, se ven entre la espada y la pared. O redoblan la marcha o se enfrentan a ellos. Los exploradores y escuchas parecen asegurar lo segundo. Un gran número de rebeldes holandeses avanza hacia su posición. No hay un minuto que perder.

El capellán del tercio recorre las compañías de arcabuceros y piqueros que tienen la rodilla en tierra, absolviéndoles de todo pecado por ser su lucha el trabajo del Señor, que es quitar la mala simiente calvinista, luterana y hereje de la faz de la Tierra.

Las banderas salen de sus fundas de fieltro, ondeando con timidez en la brisa de la mañana. Encabezado por arcabuceros a la desbandada, que revisan con ojo experto cada recodo del camino, evitando celadas, el tercio marcha hacia el corazón de la campiña, al encuentro del enemigo. Todo se dice en voz queda, y los sargentos miran con ojos furiosos a los hombres que levantan la voz, que es pragmática del rey (don Felipe II, semper augusto) la de no vocear durante el combate, para mejor entenderse y mayor espanto del enemigo.

Pasando una pequeña arboleda, junto a un molino (cuyos habitantes, asustados, se han atrincherado dentro, acurrucados y rezando), se extiende una verde y llana campiña. Allí, tras un fugaz escopeteo entre las avanzadas de ambos ejércitos, se despliega el escuadrón español con celeridad y orden. En el centro, los piqueros, coseletes delante, bien herrados con largas picas, petos y cascos, picas secas detrás, protegidos tan solo por sus jubones, brigantinas y golas de acero o malla. Rodeando al cuadro de picas por el frente y los flancos, mangas y compañías de arcabuceros, cuyas mechas encendidas inundan poco a poco el ambiente con un olor a salitre. Los hombres aguardan, silenciosos, a que el enemigo esté a la vista.

De entre la bruma y el bosque aparecen los rebeldes, ordenándose al encontrar ya dispuesto el escuadrón español. Son recios, altos, rubios y de barbas abiertas y desordenadas. Sus cabos y sargentos vocean las órdenes en su extraño y nórdico idioma, arengando a los hombres mientras se reagrupan en escuadrón en torno a sus banderas, piqueros y arcabuceros a la manera española, alemana y suiza.

Los españoles están en clara inferioridad numérica, casi 1.000 hombres menos, pero esto no les acobarda, pues no en balde "a más moros, más ganancia". El maestre de campo, consciente de que sin apoyo de caballería ni artillería sería arriesgado mandar una avanzadilla de arcabuceros, cede la iniciativa a los flamencos, por ahora. Estos, envalentonados por las jactancias de sus oficiales, marchan con orden a unos cien pasos de los españoles.

Los primeros arcabuceros y mosqueteros rebeldes disparan sus proyectiles, todavía demasiado lejos. "Mucho ruido y pocas nueces", dicen los veteranos, mientras aguardan con la pica en vertical o el mocho del arcabuz apoyado en el suelo. Haciendo gala de su legendaria sangre fria, el maestre de campo espera a que los holandeses estén practicamente en las barbas, sufriendo alguna que otra baja a causa del fuego enemigo. A treinta pasos, alza el bastón de mando y da la señal al tambor mayor, que transmite la orden con prontitud. Los ibéricos, como un solo hombre, hacen resonar de sus gargantas al unísono el apellido: ¡Santiago, Cierra España! Y así, con pasmosa frialdad, arriman los arcabuces al hombro, disparando sobre los flamencos. El Tercio entra en fuego, como es usual, "a tres picas" del enemigo.

La primera descarga siembra el desconcierto, y a los rebeldes se les pasó momentaneamente las ganas de vocear, cerrando filas para no abrir claros en su formación. Espoleados por las órdenes de su coronel, marchan hacia el enemigo con las picas caladas. Los arcabuceros españoles, evitando en el último momento las moharras de acero de las picas flamencas, se guarecen dentro del cuadro. ¡Calad picas!, vocean los capitanes. Coseletes y picas secas colocan el arma el horizontal, dirigiendo las afiladas puntas metálicas hacia el enemigo.

El choque es brutal, y las bajas son casi simultáneas. Las puntas de las picas se revuelven tintas en sangre, mientras los arcabuceros españoles, que cargan sus armas con mayor rapidez que sus enemigos, dan duro en el escuadrón holandés, seleccionando, a ser posible, sus objetivos bajo las viseras de sus morriones: los oficiales.

La segunda carga, aprovechando el desconcierto efectuado por la arcabucería, la realizan los españoles, con orden, hiriendo con las picas mientras algunos arcabuceros prueban suerte, dejando sus armas y desenvainando la espada, metiéndose entre las largas varas de fresno de los flamencos para herir o matar a todo cuanto se ponga por delante.

El combate se decanta por el lado español cuando en una de las numerosas descargas graneadas de arcabucería el coronel enemigo fallece a causa de un disparo en la frente. Atemorizados por la resistencia y la potencia de fuego de unos hombres que combaten a diente prieto, silenciosos y oscuros, terroríficos bajo su aspecto meridional, los holandeses comienzan a huir ante los diablos españoles, rompiendo la formación y buscando refugio en el bosque en un sálvese quien pueda.

Cansados tras aguantar y contraatacar durante horas (sufriendo pocas bajas), los hijos de Hispania se enrabian al escuchar el toque a degüello ordenado por su maestre. Como lobos hambrientos, haciendo gala de su fama de despiadados demonios de la guerra, muchos de ellos dejan picas y arcabuces, desenvainando sus aceros de Toledo, Vizcaya y Sahagún, y se abalanzan hacia el enemigo en retirada apellidando a Santiago. Corren hasta alcanzarlos y los van degollando (un resolutivo punto débil mortal de las armaduras de tres cuartos de los coseletes enemigos), sin atenerse a peticiones de piedad, rendiciones o ataques furiosos. Algun veterano dijo, antes de salir corriendo, que ya era hora de calentarse, aunque fuera degollando herejes.

Al final de la jornada, pocos flamencos han escapado de las dagas y espadas españolas. La victoria es total, aunque en esa tierra extraña, hostil y fria, la victoria no es un nunca resolutiva. No obstante, la roja cruz de San Andrés ondea al anochecer en la rendida villa de Boom, como un fugaz y mudo testigo de que las armas españolas todavía gozan de buena salud.
Kamille Rososvky
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