Miércoles 12 de diciembre de 1936. Amanece un día gris y oscuro en el sur de Andalucía. A pocas millas del puerto de Málaga el submarino “C-3” desplaza lentamente sus 916 toneladas por unas aguas frías y tranquilas. Un escenario triste que parece presagiar la tragedia que no va a tardar en presentarse.
Hace pocos minutos que las campanas de la catedral de Málaga han repicado dos veces y los malagueños se dirigen a sus casas a comer preocupados por la situación del país desde que hace casi cinco meses otras campanas, campanas de guerra, han sonado también dividiendo al país en dos partes que antes o después se saben condenadas a entenderse.
A bordo del submarino ya han comido. De primer plato, caldo gallego, y de segundo, huevos fritos con tomate. En el puente, el comandante del buque, alférez de navío Antonio Arbona, charla con el capitán de la Marina Mercante Agustín García Viñas, agregado a la dotación del submarino como oficial de derrota.
En el mismo puente, el serviola Francisco Fuentes escudriña el horizonte en busca de posibles unidades enemigas. A popa, los marineros Isidoro de la Orden y Arsenio Lidón, malhumorados porque su relevo tarda en llegar, arrojan a la mar los restos del almuerzo.
Todo ocurre de repente. Sin causa aparente el submarino se estremece hundiendo violentamente la proa en el agua mientras se balancea suavemente a estribor. En pocos minutos el “C-3” desaparece bajo las frías aguas dejando como única memoria de su presencia un penacho de denso humo blanco que se disipa pronto, una espesa mezcla de combustible y aceite que desaparece siguiendo la corriente y tres hombres que nadan asustados sin otro rumbo que el de salvar la vida. Se trata del capitán García Viñas y de los dos marineros que deberán la vida a la pereza de sus relevos. No lejos de ellos flotan los cadáveres del comandante y del serviola. El resto, 35 hombres, desaparecen con el submarino que 70 metros más abajo se habrá de convertir para ellos en un sudario de hierro.
El submarino C-3
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