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Boisberthelot no tuvo tiempo de responder a La Vieuville. Bruscamente, un grito de desesperación arrebató la palabra a La Vieuville y, al mismo tiempo, se oyó un ruido que no se parecía a ninguno de los ruidos que suelen oírse. Ese grito y ese ruido procedían del interior del buque.
El capitán y el teniente se precipitaron hacia el entrepuente, pero no lograron acceder a él. Todos los artilleros subían enloquecidos.
Se acababa de producir algo espantoso.
TORMENTUM BELLI
Una de las carronadas de la batería, una pieza de a veinticuatro, se había soltado.
Quizás sea éste el más temible de los acontecimientos del mar. Nada más terrible puede sucederle a un buque de guerra y a plena marcha.
Un cañón que rompe su amarra se convierte bruscamente en no se sabe qué bestia sobrenatural. Es una máquina que se transforma en un monstruo. Esta masa corre sobre sus ruedas, hace movimientos de bola de billar, se inclina con el balanceo, se zambulle con el cabeceo, va, viene, se detiene, parece meditar, reemprende su carrera, atraviesa como una flecha el buque de cabo a rabo, piruetea, se zafa, se evade, se encabrita, choca, mella, mata, extermina. Añadan esto: el carnero es de hierro, la muralla es de madera. Es la entrada en libertad de la materia; diríase que este esclavo eterno se venga; es como si la maldad que hay dentro de lo que llamamos objetos inertes sale y estalla de repente; parece perder la paciencia y tomar una extraña venganza oscura; nada más inexorable como la cólera de lo inanimado. Este bloque furioso tiene los saltos de la pantera, la pesadez del elefante, la agilidad del ratón, la obstinación del hacha, lo inesperado de la marejadilla, los codazos del relámpago, la sordera del sepulcro. Pesa como diez mil y rebota como la pelota de un niño. Son torbellinos cortados bruscamente en ángulos rectos. ¿Y qué hacer? ¿Cómo ponerle fin? Una tempestad cesa, un ciclón pasa, un viento cae, un mástil roto se cambia, una vía de agua se tapona, un incendio se apaga; ¿pero qué puede hacerse con este bruto enorme de bronce? ¿Cómo actuar? Podéis meter en razón a un dogo, asombrar a un toro, fascinar a una boa, asustar a un tigre, enternecer a un león; ningún recurso con este monstruo, un cañón soltado. No podéis matarlo, está muerto; y al mismo tiempo, vive. Vive una vida siniestra que le viene del infinito. Tiene debajo el piso que lo balancea. Se mueve por el buque, que se mueve por el mar, que se mueve por el viento. Este exterminador es un juguete. El buque, las olas, los soplidos, todo eso lo sostiene; de ahí su horrorosa vida. ¿Qué hacerle a este engranaje? ¿Cómo trabar este mecanismo monstruoso del naufragio? ¿Cómo prever esas idas y venidas, esas vueltas, esas paradas, esos choques? Cada uno de esos golpes contra la borda puede desfondar el buque. ¿Cómo adivinar esos horribles meandros? Hay que vérselas con un proyectil que se echa para atrás, que parece tener ideas y que a cada instante cambia de dirección. ¿Cómo detener lo que hay que evitar? El cañón horrible forcejea, avanza, retrocede, golpea a la derecha, golpea a la izquierda, huye, pasa, desconcierta la espera, tritura el obstáculo, aplasta a los hombres como si fuesen moscas. Todo el terror de la situación se haya en la movilidad del suelo. ¿Cómo combatir a un plano inclinado que tiene caprichos? El buque, valga la expresión, tiene en el vientre el rayo prisionero que trata de escapar; algo así como un trueno rodante sobre un terremoto.
En un instante toda la tripulación estuvo en pie. La culpa era del jefe de la pieza, por olvidarse de apretar la tuerca de la cadena de amarre y no calzar bien las cuatro ruedas de la carronada; eso produjo holgura entre ruedas y calzos, dando juego a la cureña y desajustando ambos planos, lo que acabó dislocando el braguero. La trinca se había roto, de modo que el cañón ya no estaba aferrado en su sitio. El braguero fijo, que impide el retroceso, aún no se usaba en aquella época. Un golpe de mar había golpeado la porta, la carronada mal trincada había retrocedido y roto su cadena, empezando a errar de manera formidable por el entrepuente.
Figúrese, para hacerse una idea de este deslizamiento extraño, una gota de agua corriendo sobre un cristal.
En el momento en que se rompió la amarra, los artilleros estaban en la batería. Unos, agrupados; otros, dispersos; ocupados en las faenas marineras que realizan los marinos en previsión de un zafarrancho de combate. La carronada, lanzada por el cabeceo, hizo un brecha en ese montón de hombres y aplastó a cuatro del primer golpe; luego, recogida y lanzada por el balanceo, cortó en dos a un quinto miserable y fue a chocar en la amura de babor contra otra pieza de la batería, desmontándola. De ahí el grito angustioso que se acababa de oír. Todos los hombres se abalanzaron hacia la escalera. La batería se vació en un abrir y cerrar de ojos.
La enorme pieza se había quedado sola. Estaba entregada a sí misma. Era su dueña, y la dueña del buque. Podía hacer con él lo que quisiese. Toda esta dotación acostumbrada a reir en la batalla temblaba. Describir el espanto resulta imposible.
El capitán Boisberthelot y el teniente La Vieuville, dos intrépidos no obstante, se habían detenido arriba, en la escalera, y, mudos, pálidos, vacilantes, miraban hacia el entrepuente. Alguien los apartó con el codo y bajó.
Era su pasajero, el campesino, el hombre del que estaban hablando hacía apenas un momento.
Una vez abajo de la escalera, se detuvo.
VIS ET VIR
El cañón iba y venía en el entrepuente. Hubiérase dicho el carro viviente del Apocalipsis. Un farol, oscilante bajo el estrave de la batería, añadía a esta visión un balanceo vertiginoso de sombras y luces. La forma del cañón se desvanecía en la violencia de su carrera y aparecía tanto negro en la claridad como reflejando tenues blancuras en la oscuridad.
El cañón proseguía la ejecución del buque. Ya había destrozado otras cuatro piezas y hecho en la amura dos grietas, felizmente por encima de la línea de flotación, pero por donde el agua entraría en caso de producirse una borrasca. Se abalanzaba frenéticamente contra el armazón; las bulárcamas, muy robustas, resistían, las maderas curvas tienen una solidez particular; pero se oían sus crujidos bajo esa maza desmesurada que golpeaba, con una especie de ubicuidad inaudita, por todas partes a la vez. Un perdigón de plomo sacudido dentro de una botella no tiene percusiones más insensatas ni más rápidas. Las cuatro ruedas pasaban una y otra vez sobre los hombres muertos, cortándolos, despedazándolos, descuartizándolos, y de los cinco cadáveres había hecho veinte trozos que rodaban por la batería; las cabezas muertas parecían gritar; regueros de sangre se retorcían en la cubierta por los movimientos del balanceo. El forro interior, averiado en varios sitios, empezaba a entreabrirse. Todo el buque era un ruido monstruoso.
El capitán había recuperado rápidamente su sangre fría y, a una orden suya, se había arrojado por la escotilla, dentro del entrepuente, todo aquello que pudiese amortiguar y trabar la carrera desenfrenada del cañón, colchones, hamacas, recambios de velas, rollos de cuerda, petates, y los fardos de asignados falsos, de los que la corbeta iba bien provista, al ser considerada aquella infamia inglesa como de buena guerra.
¿Pero que podían hacer esos trapos? Al no atreverse nadie a bajar a colocarlos como era debido, en unos pocos minutos todo quedó reducido a puré.
Había justo la mar necesaria para que el accidente resultase tan completo como posible. Una tempestad hubiese sido deseable; quizás hubiese volcado el cañón y, una vez las cuatro ruedas al aire, haber podido adueñarse de él. Sin embargo, el estrago iba en aumento. Había arañazos e incluso fracturas en los machos, los cuales, encajados en la estructura de la quilla, atraviesan las cubiertas de los buques y hacen las veces de gruesos pilares redondos. Bajo los golpeteos compulsivos del cañón, el macho de mesana se había agrietado, y el mayor presentaba cortes. La batería se estaba desmantelando. Diez piezas de treinta estaban fuera de combate; las brechas en la borda se multiplicaban y la corbeta empezaba a embarcar agua.
El viejo pasajero que había bajado al entrepuente parecía un hombre de piedra al pie de la escalera. Miraba aquella devastación con severidad. No se movía. Parecía imposible dar un paso en la batería.
Cada movimiento de la carronada en libertad esbozaba el desplome del buque. Unos instantes más, y el naufragio sería inevitable.
Había que perecer o atajar al momento el desastre: tomar un partido, ¿pero cuál?
¡Qué combatiente, esta carronada!
Había que parar aquella loca espantosa.
Había que agarrar aquel relámpago.
Había que vencer aquel rayo.
Boisberthelot dijo a La Vieuville:
- ¿Creéis en Dios, caballero?
La Vieuville contestó:
- Sí. No. Algunas veces.
- ¿En la tempestad?
- Sí. Y en momentos como éste.
- En efecto, tan sólo Dios puede sacarnos de ésta, dijo Boisberthelot
Todos callaban, dejando a la carronada producir su horrible estrépito.
Desde fuera, zarandeando el buque, el oleaje respondía a los choques del cañón con golpes de mar. Parecían dos martillos alternándose.
De pronto, en aquella especie de circo inabordable donde el cañón escapado brincaba, viose a un hombre aparecer, una barra de hierro en la mano. Era el autor de la catástrofe, el jefe de pieza culpable de negligencia y causa del accidente, el dueño de la carronada. Habiendo hecho el mal, quería repararlo. Empuñando una barra de palanca de mano y un cabo con nudo corredizo en la otra, había saltado por la escotilla hasta el entrepuente.
Entonces algo feroz comenzó; espectáculo titánico; el combate del cañón contra el artillero; la batalla de la materia y la inteligencia; el duelo de la cosa contra el hombre.
El hombre se había apostado en un ángulo y, barra y cuerda en sus puños, adosado a una bulárcama, asentado en sus piernas que parecían dos pilares de acero, lívido, tranquilo, trágico, como enraizado en la cubierta, esperaba.
Esperaba a que el cañón pasase cerca de él.
El artillero conocía su pieza y le parecía que ella debía conocerle. Vivía desde hacía mucho tiempo con ella. ¡Cuántas veces había metido la mano dentro de su boca! Era su monstruo familiar. Se puso a hablarle como a su perro.
Quizás la amase.
- Ven, decía.
Parecía desear que viniese hacia él.
Pero venir hacia él era venir contra él. Y entonces estaría perdido. ¿Cómo evitar el aplastamiento? Ésa era la cuestión. Todos miraban, aterrorizados.
Ni un solo pecho respiraba libremente, excepto quizás el del viejo que estaba solo en el entrepuente con los dos combatientes, testigo siniestro.
Él mismo podía resultar triturado por la pieza. No se movía.
Por debajo, el oleaje, ciego, dirigía el combate.
En el momento en que, aceptando este cuerpo a cuerpo espantoso, el artillero vino a provocar al cañón, un azar de los balanceos del mar hizo que la carronada permaneciese un momento inmóvil y como estupefacta. “¡Ven ya!”, le decía el hombre. Ella parecía escuchar.
Súbitamente saltó sobre él. El hombre esquivo el choque.
La lucha comenzó. Lucha inaudita. Lo frágil agarrándose a lo invulnerable. El beluario de carne atacando a la bestia de bronce. Por una parte, una fuerza, por la otra, un alma.
Todo ello transcurría en la penumbra. Era como la visión indistinta de un prodigio.
Un alma; cosa extraña, hubiérase dicho que el cañón también tenía una; pero un alma de odio y rabia. Aquella ceguera parecía tener ojos. Era como si el monstruo acechase al hombre. Habría podido creerse cuando menos, que había astucia en aquella masa. Ella también escogía su momento. Era no se sabe qué gigantesco insecto de hierro teniendo o pareciendo tener una voluntad de demonio. Por momentos, aquel colosal saltamontes golpeaba el techo bajo de la batería y volvía a caer sobre sus cuatro ruedas, como un tigre sobre sus zarpas, corriendo nuevamente contra el hombre. Él, flexible, ágil, hábil, se retorcía como una culebra bajo todos aquellos movimientos relampagueantes. Evitaba los encuentros, pero los golpes que sorteaba caían contra el buque y proseguían su demolición.
Un pedazo de cadena rota había quedado enganchado a la carronada. Aquella cadena se había enrollado no se sabe cómo en el cascabel del botón de culata. Un extremo de la cadena estaba fijado al cañón. El otro, libre, se arremolinaba violentamente alrededor del cañón, exagerando todos sus sobresaltos. El cascabel la sujetaba como una mano cerrada y esta cadena, multiplicando los golpes de carnero con latigazos, producía alrededor del cañón un torbellino terrible, látigo de hierro en un puño de bronce. La cadena complicaba el combate.
Sin embargo, el hombre luchaba. Por instantes, incluso el hombre atacaba al cañón; reptaba a lo largo de la borda, barra y cuerda en mano; y el cañón parecía comprender, y, como si adivinase una trampa, huía. El hombre, formidable, lo perseguía.
Cosas así no pueden durar mucho. El cañón pareció decirse de pronto: ¡Venga, acabemos! y se detuvo. Se sintió la proximidad del desenlace. El cañón, como en suspense, parecía tener o tenía, pues para todos era un ser, una premeditación feroz. Bruscamente, se precipitó sobre el artillero. El artillero se hizo a un lado, lo dejó pasar y le gritó riendo: “¡Otra vez!” El cañón, como furioso, rompía una carronada a babor; acto seguido, asentado por la honda invisible que lo sujetaba, se abalanzó a estribor sobre el hombre, escapando éste. Tres carronadas quedaron desmontadas abajo el empuje del cañón; entonces, como ciego y no sabiendo ya lo que hacía, dio la espalda al hombre, rodó de atrás hacia adelante, descompuso el estrave y abrió una brecha en el costado de proa. El hombre se había refugiado al pie de la escalera, a pocos pasos del anciano testigo. El artillero sujetaba la barra de palanca en ristre. El cañón pareció percibirlo y, sin molestarse en darse la vuelta, retrocedió contra el hombre con la prontitud de un hachazo. El hombre acorralado en la borda estaba perdido. Toda la tripulación dio un grito.
Pero el viejo pasajero, hasta entonces inmóvil, se lanzó también más rápido que todas aquellas rapideces feroces. Había cogido un fardo de asignados falsos y, arriesgándose a ser aplastado, consiguió arrojarlo entre las ruedas de la carronada. Ese movimiento decisivo y peligroso no lo habría ejecutado con mayor exactitud y precisión un hombre avezado en todos los ejercicios del libro de Durosel sobre la Maniobra del cañón del mar.
El fardo hizo el efecto de un tope. Un guijarro frena un bloque, la rama de un árbol desvía una avalancha. La carronada dio un traspiés. A su vez, el artillero, asiendo esta junta temible, hundió la barra de hierro entre los radios de una de las ruedas traseras. El cañón se detuvo.
Se inclinaba. El hombre, con un movimiento de palanca aplicado a la barra, lo hizo bascular. La pesada masa se volteó con el ruido de una campana que se derrumba, y el hombre, abalanzándose a cuerpo descubierto y chorreando de sudor, pasó el nudo corredizo del cabo por el bocal de bronce del monstruo derrotado.
Se había acabado. El hombre había vencido. La hormiga había dado cuenta del mastodonte; el pigmeo había hecho prisionero al trueno.
Soldados y marineros aplaudieron.
Toda la tripulación se precipitó con cables y cadenas, y en un instante el cañón quedó trincado.
El artillero saludó al pasajero.
- Señor, le dijo, me habéis salvado la vida.
El anciano había recobrado su actitud impasible y no contestó.
LOS DOS PLATILLOS DE LA BALANZA
El hombre había vencido, pero podía decirse que el cañón también había vencido. Se había evitado el naufragio inmediato, pero la corbeta no estaba a salvo. El desvencijamiento del buque parecía irremediable. La borda tenía cinco brechas, una muy grande a proa. La carronada capturada y aferrada a su cadena también estaba fuera de servicio; el cascabel del botón de culata estaba forzado y, por consiguiente, era imposible apuntar. La batería había quedado reducida a nueve piezas. La cala hacía agua. Había que atajar enseguida las averías y poner las bombas en acción.
El entrepuente, ahora que podía contemplarse, resultaba espantoso de ver. El interior de la jaula de un elefante furioso no quedaría más desmantelado.
Fuese cual fuese la necesidad de la corbeta de no ser vista, había una necesidad más imperiosa aún, el salvamento inmediato. Hubo que iluminar el puente con algunos fardos colocados aquí y allá en las bordas.
Sin embargo, todo el tiempo que había durado esta diversión trágica, absorta la tripulación por un asunto de vida o muerte, no se había prestado atención a lo que ocurría fuera de la corbeta. La niebla iba en aumento; el tiempo había cambiado; el viento había hecho con el buque lo que había querido; estaba fuera de su derrota, a descubierto de Jersey y de Guernesey, más al sur de lo que debiera estar; estaba en presencia de una mar embravecida. Las gruesas olas venían a besar las heridas abiertas de la corbeta, besos temibles. El mecer del mar resultaba amenazador. La brisa se había transformado en cierzo. Una borrasca, una tempestad quizás, se estaba dibujando. No se podía ver nada.
Mientras los hombres de la tripulación reparaban deprisa y someramente los estragos del entrepuente, cerrando las vías de agua y volviendo a poner en batería las piezas que habían escapado al desastre, el viejo pasajero había vuelto a subir al puente.
Se había adosado al palo mayor.
No había prestado atención a un movimiento que se había producido en el buque. El caballero de La Vieuville había hecho formar a ambos lados del palo mayor a los soldados de infantería de marina y, a un silbido del contramaestre, los marineros ocupados en la maniobra se habían alineado de pie en las vergas.
El conde del Boisberthelot avanzó hacia el pasajero.
Detrás del capitán caminaba un hombre azorado, jadeante, con las ropas en desorden, pero con aire satisfecho.
Era el artillero que acababa de mostrarse tan a propósito domador de monstruos y había dado cuenta del cañón.
El conde hizo al viejo vestido de campesino el saludo militar y le dijo:
- Mi general, éste es el hombre.
El artillero se mantenía erguido, la mirada hacia abajo, en posición de firmes.
El conde del Boisberthelot prosiguió:
- Mi general, ante lo que ha hecho este hombre, ¿no pensáis que sus jefes deberían hacer algo al respecto?
- Lo pienso, dijo el anciano.
- Os ruego deis vuestras órdenes, contestó Boisberthelot.
- Sois vos quien deber darlas. Sois el capitán.
- Pero vos sois el general, contestó Boisberthelot.
El anciano miró al artillero.
- Acércate, le dijo.
El artillero dio un paso.
El anciano se volvió hacia el conde del Boisberthelot, desató la cruz de San Luis del capitán y la anudó a la guerrera del artillero.
- ¡Hurra!, gritaron los marineros.
Los soldados de marina presentaron armas.
Y el viejo pasajero, señalando con el dedo al artillero fascinado, añadió:
- Ahora, que fusilen a este hombre.
[...]
Extracto que acabo de traducir para la 24 Flotilla de la última novela de Victor Hugo, Quatrevingt-treize.
Espero que os haya gustado tanto como a mí.