Cartas desde Oriente

Espacio dedicado a aquellos comandantes que gusten de escribir y leer relatos sobre submarinos y aventuras marineras.

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Nazarius
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Cartas desde Oriente

Fragmentos de las cartas de Keiro Hashimoto, nacido en el Japón el año 1920 y caído en Birmania el año 1945

Saigón (Indochina), -febrero de 1942
Seguimos la corriente aguas arriba y al cabo de cuatro horas llegamos a esa ciudad de Saigón, tanto tiempo anhelada. La comarca es en su totalidad un gigantesco paisaje fluvial; arrozales y bosques se extienden en alternancia continua hasta el lejano horizonte. El aire parece saturado de ozono verde claro y en medio de las aguas se alzan frondosos árboles. Barcos grandes y pequeños, barcos franceses de alegres colores, discurren perezosamente por el río.
Autos de elegantes líneas circulan velozmente por las calles de la ciudad, flanqueadas de enormes edificios. En los bares se ven muchos franceses vestidos con calzón corto, que toman café sentados ante mesitas cubiertas de mantel blanco. Perfumes de Guérin. Estatuas desnudas de Venus, parejas francesas entrelazando las manos. De un piso alto llegan las melódicas notas de una orquesta de música ligera. La brisa nocturna, excitante, casi sensual, discurre en los zaguanes y bajo los árboles. Bellas constelaciones en el cielo. Tras la
conquista de Hong Kong, Singapur y Manila, los indochinos muestran más confianza en el Japón.
El matiz azul verdoso del cielo resplandece con incomparable belleza; tanto es así que a veces creo llevar gafas de cristales verdes. A través de la ventana veo alzarse hacia el cielo la torre del templo católico, con sus piedras agrisadas por el tiempo. Tañen las campanas como si proclamaran el poder de Francia, pero lo cierto es que, desde la invasión del Ejército japonés, ya no encuentran eco alguno en los oídos indochinos.

Saigón, a fines de -febrero de 1942
He ido al Teatro Odeón, un suntuoso local brillantemente iluminado y decorado con suma elegancia. Cultura de una civilización decadente, damas espléndidamente ataviadas, distinguidos caballeros. Este barrio sigue viviendo todavía como en sueños los cincuenta años de dominio francés y no permite, ni siquiera al japonés, una mirada furtiva a través de su antifaz. Acuden a los estrenos teatrales verdaderas multitudes de damas y caballeros. El desfile de automóviles es constante. ¿Es que no pensáis en la guerra perdida? Con el dinero que cuestan vuestros costosos trajes se podría fabricar infinidad de aviones.

En Thailandia, 1942
El palacio real de Bangkok, que acabo de visitar, surge cual inmenso peñón en un rincón de la ciudad donde sólo se alinean míseras casitas. Su magnificencia y boato deslumbran al visitante, y yo, ciertamente, quedo atónito por la sorpresa y la admiración. Es inconcebible que un pueblo tan pobre haya podido crear semejante símbolo de cultura. En nuestro país es imposible concebir esas soberbias tonalidades, esos reflejos deslumbrantes que el sol tropical arranca al palacio multicolor y chispeante. Dentro del templo se alza un Buda todo de esmeraldas que debe de haber costado cuatrocientos millones de yens, y de la cúpula, a cien pies de altura, cuelga una campana dorada, que se mece a impulsos del aire y balancea su badajo de oro. Al resplandor tenue del interior veo brillar los ojos de Buda, llenos de misericordia; reina en el lugar una atmósfera indefinible de misticismo y majestuosidad, una atmósfera de mármol, oro y pinturas al fresco, que oprime el corazón. Se administra agua bendita para que la fortuna acompañe al soldado japonés en la guerra, y un siamés me salpica con ella la cabeza.

Bangkok, verano de 1942
He practicado la lucha con un indio. Un individuo de una fuerza sorprendente. De inteligencia despierta, luce un imponente torso, pero presenta, sin embargo, un vientre abultado y sebáceo. Los indios, con sus turbantes, sirven aquí de porteros a los siameses y se dan por satisfechos. Bigotudos y provistos del consabido taparrabos, viven como si no tuviesen esperanzas ni preocupaciones, dejan que su vida se repliegue sobre sí misma, y, con bonachona sonrisa, se inclinan, filósofos de la ociosidad, ante el japonés.

A su hermana Ryoku:
Bangkok, 1942
Ante todo quiero decirte cuanto te agradezco la faja que recibí con tu paquete. En los dibujos sobre fondo negro de la faja veo la historia de nuestro linaje —como los antiguos caballeros que entraban en combate con el antiquísimo arnés de sus ascendientes—, y eso me fortalece.
Debo llevar a efecto lo que una vez me propuse: he ahí mi divisa. A despecho de todos los obstáculos y todas las presiones. Cuando me siento solo y olvidado me basta mirar a la faja para recordar el hogar de Tosa, mi familia, y al instante recupero el aplomo. Es de desear que la pureza del alma y la voluntad creadora continúen siendo los atributos de la juventud.
Deberías leer a Goethe y Byron; aunque, de todas formas, te aconsejo que des preferencia al estudio del arte culinario. En la vida real, Goethe o Byron son sólo aprovechables como tema de nuestras lucubraciones. A decir verdad, no es malo que una muchacha dialogue en el café sobre poesía, pero la mayoría de las veces esa clase de muchachas no llegan a ser nuunca buenas amas de casa. Así pues, si tienes algún libro de esa especie debes enviármelo.

Del Diario:
Bangkok, verano de 1942
Conferencia vespertina sobre la guerra económica de los pueblos. Al amanecer, apenas me levanto, hago una carrera de cuatro mil metros. Por la tarde, al baile. Bailo por primera vez en la terraza de este edificio de cinco pisos; cojo a una mujer entre los brazos y contemplo con ella la ciudad de Bangkok, bañada en resplandor lunar.
Mis pies no se mueven con soltura. Todo parece...,la piel oscura de la siamesa, sus pechos grandes y turgentes como uvas de parra, la belleza de la dentadura blanca y luminosa. Ha faltado muy poco para que rompiese mi promesa de jamás acariciar a mujer alguna... Todavía no he superado mi egoísmo.
Queda aún un largo camino ante mí. «No beber, no fumar, no acariciar»: en lo sucesivo no debo acercarme tanto. Hay que evitar las tentaciones. Mantendré lo prometido, lo mantendré a toda costa.

Malaca, verano de 1942
Llegamos a Malaca después de atravesar en ferrocarril el antiguo campo de batalla. Tremolan las banderas del Sol Naciente. ¡Cómo se parecen las gentes de Indochina, Thailandia y Malaca a nosotros los japoneses! Todos los que nos alimentamos con arroz y vivimos en la zona del monzón debemos formar una gran comunidad, próspera y feliz. Conversé con un patriota indio. Pasé la noche sobre el techo de un vagón y charlé con algunos refugiados. Aquí las gentes se semejan más a los negros, los rasgos son más sombríos. Tranquilos y despreocupados, esos negros se acomodan en el convoy bajo los ardientes y cegadores rayos del sol.

Saludos
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Kamille Rososvky
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Re: Cartas desde Oriente

!Que buena idea hs tenido comandante Nazarius en publicar estos fragmentos!. Están muy bien escritos, pese a su brevedad, me transportaron a otros tiempos, a otra civilizacion. Gracias y espero que si tienes más escritos los publiques.
Saludos Kamille
Kamille Rososvky
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