«YO ESTUVE EN LA LEGIÓN CÓNDOR»

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«YO ESTUVE EN LA LEGIÓN CÓNDOR»

«YO ESTUVE EN LA LEGIÓN CÓNDOR»
«Llegué a las diez de la mañana y a las once estaba bombardeando»
Eduardo Navarro, uno de los últimos supervivientes de la tristemente célebre Legión Cóndor, cuenta su apasionante historia a Juan Gómez-Jurado tras setenta años de silencio, los mismos que han transcurrido desde el final de la Guerra Civil. El aviador llegó a arrojar bombas sobre las trincheras y pan sobre el padre del autor de este reportaje

Autor:
Juan Gómez-Jurado
Fecha de publicación:
15/5/2009
Hora:
Actualizada a las 15:08 h

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El 3 de septiembre de 1938, 27 aviones despegaron de Zaragoza y se dirigieron hacia el frente del Ebro. Volaban separados por apenas veinte metros, con el ala de cada aparato situada bajo la vertical del compañero de la derecha. A ras de suelo, cualquier espectador se hubiera maravillado del hermoso tramado que la perfecta formación dibujaba en el cielo. Un ojo más atento hubiese reconocido las formas amenazadoras de los Heinkel 111 alemanes, e inmediatamente hubiese corrido a buscar refugio. Aquellos pájaros de acero ocultaban en sus tripas más de 54 toneladas de bombas, las mismas que habían arrasado Guernica un año y medio antes.
Pero aquel dramático suceso, que había conmocionado a la opinión pública internacional, no había tenido ninguna influencia en el joven que recibía su bautismo de fuego aquel 3 de septiembre. Eduardo Navarro se había alistado voluntario en el Ejército nacional con 17 y medio por razones puramente prácticas. «Veía a los chavales un par de años mayores que yo volver del frente con piojos, con dedos amputados que habían perdido por la congelación. Y me dije: ?el hijo de la señora Zoa no irá a infantería?».
Eduardo Navarro me desgrana estas confidencias con voz y memoria firmes. Los terribles sucesos que narra no tienen el tono ocre y sepia de las batallitas del abuelo, ni el orín verdoso del autopanegírico. El color de su voz es un aséptico blanco y negro, el tono de aquel que simplemente pasaba por allí y vivió para contarlo, que ya es mucho.
Estamos en su piso de Pontevedra, ciudad en la que lleva viviendo 46 años. El resto de los noventa que tiene de vida se le fueron entre su Zaragoza natal, Madrid y Ponferrada. Y Tetuán, el lugar a donde lo mandaron cuando se alistó al ejército seis meses antes de que lo alistaran a la fuerza. En el norte de África hizo un curso de vuelo sin visibilidad, del que salió convertido en «radiogoniometrista ametrallador», el encargado de indicar al piloto la posición del avión en todo momento y de la ametralladora de su flanco.
Y de allí, derechito a la guerra, a la de verdad, a la de matar gente. Solo que en lugar de pelear fusil en mano, a pelo de puta y pie de burro, Eduardo luchó a miles de metros por encima de los pobres diablos de dedos congelados. Lo cual no volvía el juego menos peligroso.

Ausencia de miedo

«No temíamos a los cazas, porque nuestros Heinkel 111 volaban a 680 kilómetros por hora, y no había quien nos alcanzara. Volando entrelazados los 27 aviones, era imposible ponerse delante. Cuando vomitábamos balas por todas las ametralladoras, aquello era un erizo. El que se metía ahí no salía. Lo peligroso eran los antiaéreos. Cuando enfilabas una posición muy defendida, volabas entre nubes de fuego. Cuando empezabas a oler la pólvora, empezabas a preocuparte. En mi tercer día nos abrieron un boquete en el ala tremendo, pero por suerte pudimos volver. Saltar en paracaídas sobre zona enemiga era una locura, porque se dedicaban a hacer tiro al blanco contigo».
Le pregunto si pasó miedo y le miro fijamente a los ojos, porque pocos hombres a los que he hecho esa pregunta la ha respondido sin pestañear. Eduardo es uno de ellos. Lo niega, y parece sincero al hacerlo. «Tenía 18 años, y para mí aquello era una aventura». Le hablo de la sensación de euforia, de estar por encima del bien y del mal que transmiten muchos aviadores de la Segunda Guerra Mundial en sus crónicas. «Esa sensación la entiendo más en los pilotos de caza. Nosotros vivíamos más bien en un sentimiento de negación constante, de ignorar el hecho de que cada vez que ibas a ver a tu novia podía ser la última. Cuando un avión se desplomaba, recogíamos a los compañeros con pala y escoba. Mezclados sangre, tripas, metal y tierra. ¿Sabes lo del Yak 42? Identificar a todos aquellos chicos era imposible. ¿Cómo van a identificar cada cachito de cuerpo? Lo que tenían que haber hecho era haberlos enterrado a todos juntos y haber levantado un monumento».
Eduardo me cuenta que había ciertas distancias entre los alemanes, que formaban la auténtica Legión Cóndor, y el grupo 10-G25, los españoles adscritos a ella. «Los alemanes eran buenos compañeros, pero autómatas, auténticas máquinas sin sentimientos». Además, los estaban cambiando cada dos o tres meses, porque Hitler quería formar la mayor cantidad de pilotos posible para empezar su propia guerra, «así que entre eso y el idioma no había tiempo para formar auténtica amistad». Algo que no ocurría con sus compañeros de tripulación, a quienes Eduardo llama «hermanos». Eran dos pilotos, un bombardero, un mecánico y el navegante, con quienes Eduardo perdió el contacto hace muchos años. De hecho, de la corta lista de españoles que pelearon en la Legión Cóndor, solo he podido encontrar a seis, todos muy ancianos, algunos seniles. En Galicia solo queda Eduardo.

La masacre de Guernica

Abordo el tema con delicadeza. Aunque él vistió el uniforme meses después de lo de Guernica, el infame bombardeo sobre la población vasca se ha convertido en un icono antibélico y el sangriento estandarte de la Legión Cóndor. Él conoce y cita de memoria muchísimos datos sobre aquel 26 de abril de 1937, y los que no recuerda los extrae, con la ayuda de una lupa, de los libros, recortes y viejas fotos que nos rodean en el salón. No le tiembla el pulso a la hora de condenar el bombardeo «fue a mala idea, cosa de los alemanes», pero al mismo tiempo lamenta la utilización política de los muertos. «No fueron 1.600, como se ha dicho muchas veces. No llegaron a los 300». Las cifras más modernas de los historiadores, tras una profunda revisión de los hechos, dan la razón a este anciano arrugado, al que nadie había venido a preguntar antes.

El bombardeo del pan

Eduardo tuvo su propia ración de bombardeos. De las 80 misiones que llevó a cabo durante la guerra, más de la mitad fueron de esa clase. «Descendíamos longitudinalmente a la trinchera que teníamos que atacar y soltábamos todo lo que teníamos en tres pasadas. Bombas de las gordas, de las de 50 kilos, como esta que te enseño en la foto, y otras más pequeñas, incendiarias. No había nadie que nos tosiera, porque excepto los antiaéreos, la reacción de todo el mundo era correr a esconderse cuando nos veía. Al descender lo hacíamos en fila, y el rebufo de las explosiones que había provocado el avión que llevabas delante nos meneaba de lo lindo», dice haciendo gestos con la mano huesuda arriba y abajo. «Detrás dejábamos un infierno de fuego».
Pero la más sorprendente, humana y gratificante de todas sus misiones tuvo lugar en Madrid, a finales del 38. «Nos avisaron a la hora de comer, y nos hicieron cargar unos enormes sacos en los aviones. Estaban hasta arriba de pan, tanto que nosotros apenas cabíamos. Un pan de arroz, muy rico. Volamos hacia Madrid y, al llegar, empezamos a arrojarlos por cada ventanilla del avión. Iban envueltos en unas bolsitas, y dentro un mensaje que ponía ?Este es el pan de la España de Franco, el que guardamos en nuestros graneros para compartirlo con nuestros hermanos cautivos?».
Aquella historia despertó un eco en mi cabeza, algo que me habían contado hacía años y que no alcanzaba a concretar. Interrumpo a Eduardo y llamo a mi padre a Madrid. Le pregunto si recuerda haber comido pan arrojado desde un avión durante la guerra. «Por supuesto», me dice. Aquel día tenía 5 años, y corrió a la calle para agarrar todos los panecillos que pudiera. El sitio de Madrid duraba ya varios meses, y las provisiones hacía mucho que se habían agotado en la capital. Los panecillos llegaron a tiempo para ayudar a mi padre, pero demasiado tarde para ayudar a mi bisabuela, que murió de inanición tres días antes. «La pobre mujer no comía nada, nos lo daba todo a nosotros. Falleció en el salón de casa, pidiéndome unos pasteles que ella decía ver encima de la mesa», me dice mi padre antes de colgar.
Cuando le repito la conversación que acabo de mantener, Eduardo me agarra del brazo, visiblemente emocionado. «Me alegro muchísimo de haber podido ayudar a tu padre», me dice, y es la primera vez que le tiembla la voz desde que empezamos a hablar. Ambos sabemos que, de entre el gran número de aviones que había aquel día arrojando pan sobre Madrid, la posibilidad de que fuese el suyo el que alimentase a mi familia es minúscula, pero aun así se ha creado un vínculo extraño entre nosotros. Yo había cruzado el umbral de su casa con prevención, ya que he conocido a muchos que aún llaman a la Guerra Civil cruzada. Pero en aquel momento me convencí de que no había sombra de corrección política ni impostura en su historia.
Por desgracia, no todas las misiones de Eduardo tuvieron un final tan hermoso. Semanas antes de concluir la guerra, el joven aviador regresaba en tren a la base tras un fin de semana de permiso cuando un hombre lo llamó desde un asiento cercano. Tenía ojos hundidos y tristes y aferraba una vieja maleta.
-Oiga, usted es de la Legión Cóndor, ¿verdad?
-Sí, caballero.
-¿Y recuerda si bombardeó usted Lérida tal día y a tal hora?
Eduardo echó mano de su libro de vuelo, que llevaba en el maletín y comprobó que sí, que había estado allí en la fecha en la que el hombre decía. Asintió con la cabeza.
-Pues sepa usted que ese día mataron ustedes a mi mujer y a mis dos hijos.
El hombre, aún abrazado a su maleta, se levantó y se fue. «No he visto en mi vida una mirada más triste y perdida que la de aquel señor. Desde aquel día juré no volver a hablar de la guerra delante de nadie, y lo he cumplido hasta hoy», dice Eduardo con pena.
Para el radiogoniometrista ametrallador Navarro, la guerra terminó el 1 de abril de 1939, hace hoy 25.614 días. «Sin embargo recuerdo como si fuera ayer que todos los compañeros estábamos sentados a la mesa en la base».
Almorzaban con la radio puesta. Comenzó a sonar el himno nacional, y a continuación una voz apresurada, urgente y metálica, se metió en sus cabezas sin pasar por sus oídos: ?En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado?».
Hubo en la base aquel día quien salió a la calle dando gritos y haciendo aspavientos. Eduardo y sus compañeros de avión no movieron un músculo al escuchar aquello. «Nos quedamos sobrecogidos, sentimos a la vez alivio y lástima». Al cabo de unos instantes, uno de ellos meneó la cabeza y dijo:
-Para muchos, la guerra empieza hoy.
Yo también me quedo callado unos instantes, con la vista clavada en mi cuaderno de notas, antes de atreverme a levantarla y hacer la pregunta que me quema en los labios.
-¿Y cree que ya ha terminado la guerra?
-No. No ha terminado aún.
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kummetz1938
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Re: «YO ESTUVE EN LA LEGIÓN CÓNDOR»

Excelente relato que da mucho que reflexionar ::mmm: :wink:
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Si hago una buena obra, me siento bien; y si obro mal, me encuentro mal: Esta es
mi religión. (A.Lincoln)...¡Vivir y dejar vivir: Esta es mi política!
Walther
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Re: «YO ESTUVE EN LA LEGIÓN CÓNDOR»

¡Relato magnifico y sobrecogedor¡¡ :wink:
Los políticos y los pañales se han de cambiar a menudo... y por los mismos motivos."
Spree
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Re: «YO ESTUVE EN LA LEGIÓN CÓNDOR»

Os cuento una pequeña batallita que a vuelto a mi memoria despues de leer este post.
Parte de la familia materna vivian a dos kilometros del aeropuerto militar de mi ciudad y siempre que venian los aviones republicanos a bombardear la pista y sus instalaciones casualmente se les solia soltar alguna bomba antes de alcanzar su objetivo...
Digo yo que muy buenos bombarderos o medios no deberian de tener en aquellos años, guardamos espoletas y carcasas de bombas, la mayor parte de ellas ni tan siquiera explotaban pero cuando lo hacian destruian todo lo que pillaba por delante, corrales de animales, casas de campo,arboles y en contadas ocasiones personas...
Decian en casa de los abuelos que donde mas seguros estaban cuando les soltaban las bombas eran en las charcas o pozas de agua porque no estallaban.
Victimas civiles se pueden encontar en los dos bandos, obviamente no estoy defendiendo lo de Guernika que eso si fue premeditado, se entiende perfectamente, pero os aseguro que a dos kilometros del aeropuerto tambien cayeron muertos por las bombas republicanas un tio mio y varios vecinos, todos gente normal de campo que sin tener culpa de nada les toco pagar un tributo de la guerra injusta y cruel como a otros muchos...
Un saludo.
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