Trozos de un diario que no son del Cuaderno de Vitàcora del 128 (III)
Estoy ya en la cama y no puedo olvidar el reportage que he visto esta tarde en el televisor; era el típico documental de compromiso, para llenar tiempo, para seguir aburriendo a todo el mundo justo lo necesario para tener algún motivo para seguir en el sofá y no levantarse. Un reportage sobre la forma de celebrar las Navidades en el mundo. Un reportage que hoy, cinco enero de 2005, me ha permitido entender un hecho vivido el cinco de enero de 1944, en pleno golfo de Vizcaya cuando salía de patrulla con mi submarino, el U 128, también conocido por el "Bilbao Esprès".
Desde la primavera y el verano de 1943 la situación en el mar había cambiado y, desde entonces, desde las bases en Francia hacíamos las salidas al mar en grupos de submarinos: en caso de ataque aéreo, una situación cada vez más frecuente, uno quedaba en superfície y los otros buscaban su salvación sumergiéndose con rapidez.
Y allí estábamos los tres sumergibles, navegando en un mar dificil y con todos los ojos disponibles mirando hacia un cielo que, cada vez más, era propiedad de la RAF. Precisamente, las nuevas órdenes del DbU relativas a la salida para operaciones en grupos para defenserse mejor de los aviones de la RAF le había impedido, a nuestro comandante dar su tour habitual hasta Bilbao pero, a pesar de eso, estaba tranquilo: le acababan de añadir la hojas de roble a su cruz de caballero, impuestas por el mismísimo Onkel Karl delante de toda su tripulación.
Yo estaba con mis diesel, como siempre y, como siempre, pensando. En concreto pensaba en la paradoja que significaba la pequeña escuadrilla que formábamos navegando. Tres submarinos mandados por el trío de comandantes más distintos de toda el arma submarina de la Kriegsmarine. Tres ángulos de un triàngulo muy grande que los alejaba: si uno era uno de los más respetados de la flota, otro era casi desconocido y el tercero, el mío, el blanco de la mayoría de las bromas delr esto a partir, claro, del episodio de Bilbao. Si uno era un marino de raza, otro provenía de la marina mercante y el tercero, el mío, entró en el arma por equivocación, al confundir los impresos de alistamiento: quería entrar en Sanidad y acabó en la Academia de Oficiales del Arma Submarina y ahora es mi comandante. Si uno era un nacionalsocialista convencido, el segundo suspiraba aún por el kàiser y el tercero, el mío, parecía apolitico pero leía libros raros que escondía habilmente en la nave. Si uno se lanzaba al combate sin perder un segundo y, ante la elección, si se podía cazar a un destructor mejor que mejor, el otro solo pensaba en mercantes desarmados y el tercero, el mío, siempre se encontraba en medio de todos los follones posibles sin saber como había llegado allí, aunque hay que añadir que nadie podía decir nada sobre su valor y su temeridad cuando de esta, y de su uso, podía derivarse un buen blanco.
Sólo tenían en común una cosa: los tres eran catòlicos y los tres habían estado destacados en España como consejeros navales y habían vivido allí algunos años. Y ahora, los tres, cuando aquella tarde del cinco de enero de 1944 empezaba a dejar el cielo, navegaban en una patrulla de combate más, una patrulla de combate que todo el mundo sabía como empezaba pero que nadie podía asegurar como acabaría o, en peor de los casos, una patrulla que no acabaría jamás.
Fué entonces cuando uno de los vigías del segundo submarino, el de la banda de babor, divisó el bote. Un típico bote de madera de buque de pasageros o de carga que, con toda seguridad, habría hundido algún camarada. El oficial de guàrdia dirigió sus prismáticos hacía el punto que señalaba el vigía, al tiempo que llamaba al puente al comandante y comunicaba a los otros dos sumergibles, por el semáforo de señales, el descubrimiento.
El bote, pronto se percataron, estaba ocupado por dos personas, un hombre y una mujer. Súbitamente, y desde el primer submarino, las luces de señales rectificaron esta apreciación: eran un hombre, una mujer y un niño envuelto en pañales. El mensaje terminaba pidiendo que, en los otros dos sumergibles, solo quedaran en el puente los comandantes. La petición era del todo sorprendente e irregular pero, casi al instante, excepto el comandante, el resto de figuras del primer buque abandonaban el puente y descedendían al interior. En los otros dos barcos se hizo lo mismo y los tres comandantes hablaron mediante las luces de señales unos quince minutos, pasados los cuales, por los tubos de órdenes, sus voces llamaron a la guàrdia al puente y empezaron a dar instrucciones. El nuestro mandó subir al cocinero. Seguidamente empezó a dar nuevas órdenes de rumbo y velocidad.
La mortecina luz del atardecer vió como la oscura silueta de un submarino se acercaba al bote reduciendo su velocidad hasta casi pararse. Imponente, deslizandose sobre las olas, tocó con su costado el fràgil bote y, al punto, dos marinos descendieron hasta el mismo, dejando en el suelo de la embarcación y ante la mirada asustada de sus tripulantes, una caja con comida, café caliente y agua. Los dos marineros se quitaron el gorro, saludaron a la pareja inclinando ligeramente la cabeza y subieron de nuevo a bordo de su nave. Esta se separó con elegancia del bote y, lentamente, empezó a sumergirse hasta desaparecer.
Idéntica maniobra ejecutó el segundo buque de guerra, dejando ropa seca, impermeables y los mejores chalecos salvavidas que tenían. A los pocos minutos su torre se hundía en el Atlàntico. El tercero dejó un bote neumàtico de emergencias, una pistola de señales y una brújula con un rudimentario mapa que indicaba hacía donde tenían que apuntar la proa siempre para ir directos a la tierra más cercana, luego, como sus compañeros, entró en el mar.
Entonces no supe ver lo que había ocurrido, no podía saberlo: lo he descubierto hoy en el documental de la televisión: el mar se había convertido en el desierto por un momento, los submarinos en grandes camellos de hierro y nuestros comandantes habían cambiado sus gorras blancas por turbantes de seda.
Mucho tiempo después, cuando varias tripulaciones compartíamos un duro y frío campo de concentración en Canadà, tuvimos una rara visita. Los altavoces llamaron al cuerpo de guàrdia a los supervivientes de tres sumergibles concretos que estabamos internados allí. En la sala de visitas, una vez estuvimos sentados, entró un alto cargo del almirantazgo inglés con su mujer y su hijo. Sin decir una palabra, con una sonrisa dulcísima en los labios, él depositó un paquete de comida en las manos de cada uno de nosotros y ella nos dió un leve beso en la mejilla; mientras, su hijo, feliz, gateaba por entre nuestras piernas i reía con ganas. Empezamos a entender lo que estaba pasando cuando, al marcharse, dejaron encima de la mesa unos objetos que sacaron de un macuto militar: un papel que, por un lado contenía, en inglés, las instrucciones de uso de un bote salvavidas en caso de naufragio; por el otro lado, escrito con lápiz de labios, había los numerales de los tres submarinos que aquella tarde de enero de 1944 habíamos protagonizado aquel raro salvamento; a su lado estaba uno de nuestros botes de café y, plegada y limpia, una de nuestras mantas y una pistola reglamentária de señales. Eran los tres naúfragos! Nada más acabar la guerra, a los poquísimos días, los miembros de aquellas tres dotaciones fuimos, de todos los campos de prisioneros de Canadà, los primeros en volver a casa.
Hoy, viejo ya y cansado, lo he entendido todo, cuando en el reportage sobre las formas de celebrar las navidades en el mundo han enseñado la costumbre española de ir a esperar la llegada de tres reyes magos a cada pueblo o ciudad. Los tres mismos reyes que, de madrugada, dejarán regalos a los niños que hayan sido buenos. Los mismos magos que una vez siguieron una estrella porque su corazón les decía que al final de su curso había un niño que sería un hombre bueno. Los mismos tres reyes magos que una vez, en alta mar, fuimos nosotros.
Desde el U 128 os deseamos que los reyes os llenen de unos regalos muy especiales: todos vuestros deseos convertidos en realidad!! Que els reis us portin uns regals molt especials: tots els vostres desitjos fets realitat!!!
Trozos de un diario que no es el de Vitàcora III
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Realmente me conmueven estos relatos. Espero más con impaciencia, gracias.
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"La guerra es desatar con los dientes un nudo político que no se puede deshacer con la lengua"
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