Diarios del otro lado V

Espacio dedicado a aquellos comandantes que gusten de escribir y leer relatos sobre submarinos y aventuras marineras.

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Haddock
Bootsmannsmaat
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Diarios del otro lado V

Diarios del otro lado V


Hace días que no nieva en el Maine; por eso mismo la casa que visitamos con alguna frecuencia empieza a sustituir el blanco por el verde intenso del césped y de los árboles, por los suaves marrones y ocres de troncos y maderas y por los grises infinitos y serenos de las piedras que pueblan un bosque de ensueño.

Por eso mismo, también, la mujer de la casa ha decretado que el loco que vive con ella y al que, por algún motivo extraño, ama delicadamente, empiece las obras en el jardín y lo prepare para las veladas del verano. Y aquí lo tenemos armado de artilugios de los cuales no alcanza a comprender demasiado bien el uso, como azadas, rastrillos y palas. Aquí está nuestro amigo que vive en el pasado para entender el presente y explicarlo, luego, a unos alumnos que no tienen futuro o, al menos, no lo tienen si no aprender primero a conjugar varios verbos como trabajar, sacrificarse, leer, reflexionar, dormir... Verbos, algunos, como se ve, transitivos, otros intransitivos e, incluso, reflexivos. Ahí debe estar, piensa, la dificultad: en la variedad de verbos y conjugaciones. Pero no piensa mucho más allá: tiene trabajo. Ahí está pues nuestro amigo: un loco recién sacado de sus libros y enfrentado a una naturaleza recién sacada del invierno.

Quizás debería comer algo primero, le sugiere un vecino que pasa y no puede evitar sentir pena ante un hombre rodeado de las máximas y mejores expresiones de la tecnología agrícola más avanzada. ¡Comer! Acaba, precisamente, de leer algo sobre comida; lo ha hecho en ese diario que encontró sepultado en unos olvidados archivos navales. El diario de James Bond, teniente de la Navy enviado a la Royal Navy para aprender a hundir submarinos. Eso es más que suficiente para que nuestro amigo en funciones de jardinero deje volar su pensamiento; un pensamiento que le lleva, directo, al viejo Socarrimath, buque antiguo, sin sexo definido y gobernado y tripulado por una confusa confederación de tribus relativamente amigas que navegan ruidosamente y beben en silencio. Corbeta habitada por cabras escocesas y pingüinos navales; con destilería propia a bordo y cocinero hindú.

Esta corbeta peculiar está hoy, 15 de noviembre de 1942, navegando cansinamente en medio del Atlàntico. Una vez más el Jefe del Convoy los ha mandado a recoger a tres mercantes demasiado viejos, demasiado pesados y cargados para seguir el ritmo del resto. Son excesivamente importantes para dejarlos a su suerte: llevan recambios para tanque, equipos de radio, y material quirúrgico. También van, aunque eso no consta en los papeles, físicos e ingenieros de telecomunicaciones, protegidos por hombres duros de una denominada Oficina de Asuntos Estratégicos, que tampoco sale en demasiados papeles. Pasajes turbios, con escoltas turbias y destinos y misiones turbias; esa es, pues, la inconfesable carga que debe hallarse y escoltarse. Pero si nos fijamos bien nuestro barco está virando ahora mismo: uno de los vigías ha detectado un minúsculo bote de caucho flotando a la deriva.

El bote está habitado o, prácticamente, deshabitado. Un hombre, en realidad un niño, está dentro. Rubio, con un mar que le viene grande, con un uniforme de la Kriegsmarine que le viene grande y en una guerra que le viene grande, muy grande. A duras penas debe pasar de los diecinueve años, a duras penas ha conocido nada de la vida y ya anda navegando en un depredador marino de hierro, en un guerrillero de los mares que se esconde entre olas esperando sus presas, que las elige y las hunde, perdiéndose luego en las profundidades de bosques y junglas de agua.

Cuando lo suben a bordo hay miradas duras que se resumen en una pregunta: ¿A cuantos de los nuestros ha mandado al fondo? Está inconsciente; no oye nada, no ve nada. Pero los marinos del Socarrimath que son padres sorprenden un rincón de su rostro que se parece a otro rincón del rostro de sus hijos; los que son abuelos solo ven un niño perdido. A pesar de eso, están en guerra. El capitán Cardhú le pone guardia armada y lo manda al camarote que, muy británica y pomposamente, se llama enfermería. Allí está: en la cama. Han conseguido sacar de sus manos una foto gastada en blanco y negro: un comedor recargado y un niño que parece vestido de comunión, pero no es así: es un aprendiz de hombre vestido de marino, de marino de guerra, de marino de la flota de submarinos del Reich. Detrás hay un abuelo: desde 1914 sabe lo que es la guerra y en su mirada hay un miedo infinito por una vida, la de su nieto, que sabe, desde ahora mismo, frágil, muy frágil. Al lado hay una madre que no puede disimular que ha llorado hace poco y un padre que solo tiene valor de mirar al suelo, a la pierna que ya no tiene y que perdió en Francia. Sólo el niño grande tiene luz en la mirada: la luz de la inconsciencia, de la aventura, de la guerra. Luces parecidas se vieron en Troya, en Roma, en Damasco, en Toledo, en Londres, en París y en todos los lugares y en todas las épocas. Esa foto ha dado la vuelta al barco británico y todos han pensado lo mismo: nada dice que esta familia es alemana, puede ser inglesa, americana, danesa o italiana. En todas partes hay niños, padres, abuelos y dolor, y miedo, y... Ahora la foto sin patria ni bandera está en la mesilla de noche del marino inconsciente.

A las pocas horas el niño-marino volvió en si, aunque él asegura que no, que era víctima de altísimas fiebres. ¿Cómo si no, se pueden abrir los ojos en un barco de guerra, ni que sea enemigo, y ver un grupo de cabras que te están lamiendo la mano como lo haría una abuelita cariñosa? ¿Cómo si no, abrir los ojos, al cabo de otro rato, y ver un pingüino que hace xuic-xuic y te mira con ojos llenos de piedad? No, no puede ser; es la fiebre piensa, y cae profundamente dormido. Al volver a abrir los ojos lo que ve le confirma la teoría de la fiebre: una especie de maharajá con turbante y todo está vaciando tazas llenas de líquido amarillento, las llena de nuevo de ginebra y se las hace beber. Cansancio y ginebra obran de nuevo el milagro y cae dormido profundamente... borracho.

Anda ya nuestro marino pequeño queriendo despertarse de nuevo; inseguro, no sabe que verán sus ojos. Y lo que ven es un inmenso oficial de marina que le dice: “Bebe, hijo, bebe, que el mar es duro y debes recuperarte” Y bebe el niño-marino como si fuera un biberón de una botella de wisqui. Y James Bond, oficial cumplidor, que iba a realizar el interrogatorio de rigor así los encuentra: al mismísimo capitán Cardhú dando vitaminas líquidas al submarinista. El capitán pone ante los ojos asombrados del americano una foto, tambien en blanco y negro, diciendo orgulloso: “¿Se ha fijado? Es la viva imagen de mi nieto”. Bond, James Bond, necesita sentarse y lo hace.

Y sentado lo encuentra la delegacion escocesa presidida por el suboficial MacGlenfarclas, el timonel de combate MacFamousGrouse y MacKnockando, el suboficial señalero-destilador; llevan un garrafón de diez litros del mejor wisqui de la casa. Bond, cansado de esta pandilla de locos, les dice “¿Para el niño, no?” El portavoz escocés, MacGlenfarclas, no duda “¡Oh, vamos señor, si lo deja en manos de esos lores ingleses el chaval está perdido! Debe alimentarse como es debido” En ese momento el enfermo entreabre sus ojos y, esta vez, ve ante si gigantes barbudos que llevan una especie de gran vaso para sacrificios que parece lleno de algo. Esta vez no se duerme de nuevo: se desmaya.

En la puerta los enviados escoceses se cruzaron con la embajada irlandesa: el jefe de máquinas O’Ballantines, O’Glenlivet, su segundo, y O’Arsow, el suboficial de mezclas y combustibles. Entre los dos grupos de plenipotenciarios hay miradas mutuas inquisitivas, evaluativas de cantidades y calidades de los presentes para el niño. Bond, que está ya cercano a las formas más habituales de ataque de nervios, les recibe con un “Buenos días, señores, ¿preocupados por el enfermo?” “¡Oh, por supuesto señor, la pobre criatura! Dicen que han sido vistos por aquí oficiales ingleses e, incluso, algún escocés; alguien debe cuidarlo: está idenfenso el pobre ante tanta fiera marítima!” Acto seguido mezclan en un cubo el ron, el limón y el café que llevan y se lo administran, cucharada a cucharada, al marino. Así los deja Bond que se dirige, a paso de carga, al puente. Parecía como si la colonia inglesa lo estuviera esperando: el capitán Cardhú; Chivas, el segundo; los tenientes Johnnie Walter, artillero, Glencadam, oficial de derrota y sónar, Jack Daniel’s, el tercer oficial bajo cuyo jurisdicción Ubut sacaba las cabras y el alférez Jameson. Juntos, formados en cuadro y con las bayonetas caladas, aguantan la embestida del hombre de las colonias americanas.

Bond, James Bond, empezó su discurso: “Los deberes de un oficial naval en tiempo de guerra…” Cardhú hizo un gesto a la espalda del americano, con los ojos, sin más. La voz sonó como siempre: normal, maternal, habitual, entrañable: “¿Venga, chico tonto, tu callar; ¿ayudar quieres cocinero? ¿Si? Necesita chico cama estar ahora comida buena; vamos, chico colonias, no todo día tener. Busca cabo MacTomatin; busca cabo MacGlenfiddisch. Vamos, chico, ¡ tonto tu estas!”

Que a los dos cabos electricistas se les diera la orden de pescar unos buenos atunes con las antiaéreas era el mejor regalo que podía hacérseles. A la media hora Tú los tenía en la cocina. El cocinero empezó a limpiar, cortar y trocear; luego tomó prestadas gambas de la reserva del capitán y sacó la gran cazuela de hierro fundido. El ruido que hizo al ser sacada de la repisa donde estaba paró el barco: todo quedó en suspenso… ese ruido indicaba que Tú iba a preparar arroz con atún, gambas y…curri. En aquellos momentos un hombre razonable sólo podía hacer una cosa razonable: sentarse a esperar que el arroz estuviera listo y empezar a comer: la guerra podía esperar. Tuvo que intervenir el capitán por los altavoces y anunciar que el arroz era para el niño; que quedaba atún para mañana, en que se repetiría menú, esta vez para todos y con derecho a repetir. Ante promesas tan formales, lentamente, el barco volvió a navegar.

Tú, en su templo-cocina, había puesto aceite a calentar y lo aromatizó con ajos cortados, justo hasta que cogieran color. Los retiro y puso el atún; al cabo de dos cargas de orujo justas, método infalible de los viejos cocineros navales hindúes de la Royal Navy para medir el tiempo (llenar, tomar y esperar a que pase el escozor), tiró las gambas y el agua y, una carga de orujo después, el curri. Cuando el agua empezó a hervir lanzó con tronío y maestría el arroz. Un punto antes de acabar, unas ramas de tomillo, seco y cuidadosamente guardado, le dieron el aroma preciso y el gusto esperado. Ubut y las cabras abrían la procesión; seguía Tú con el perolo del arroz y acababan el pasacalle los gemidos de pena, penita, pena de ingleses, escoceses e irlandeses por un arroz perdido. Olorosas nubes de un delicado perfume invadían todos los rincones de la nave.

El herido había vuelto en sí pero la visión de cabras con pingüino, perola y cocinero indio con turbante mirándole desde el pié de la cama fue superior a sus fuerzas. Perdió el sentido de nuevo. Al recuperarlo estaba incorporado y tenía una cuchara ante su boca: comió. Una vez y otra; con hambre, con gusto, con pasión. Le volvió el color, le volvió la vida y le volvieron, ay!, los recuerdos: de comida de casa, de guiso de madre, de paz, de calor… empezó a llorar y lloró todo lo que no había llorado desde su ingreso en la Kriegsmarine. Lloraba y lloraba sin parar; la desolación a bordo era total: oficiales, suboficiales y marinos se habían convertido en abuelas navales desesperadas ante un querido nieto que sufre.

Problemas, pues, en esta polis perdida en las fronteras del mundo civilizado, en este puesto avanzado frente al desierto; ciudad estado flotante que defiende algo, o quizás sólo a sus propios habitantes, ante unos nuevos bárbaros que cabalgan sobre acero bajo el agua. Todos al ágora, entonces. Hubo asamblea general en la difusa república naútica que forma la Socarrimath. Sentados por brazos, o por tribus, o por estamentos, como se quiera: ingleses, escoceses e irlandeses. Con tazas de té con curri para vaciar y llenar luego con otra cosa, con wisqui, con ginebra, con ron que, como dicen los cabos filósofos de la policía naval, cada uno es lo que bebe y poca cosa más. En el primer punto, luego de varias tazas para vaciar luego y llenar con otra cosa, hubo acuerdo: el niño tenía que volver con los suyos, sin que al Mando de los Accesos Occidentales le importara un rábano tal asunto, como dijeron los irlandeses; o que les importara un cuerno, como dijeron los escoceses o, en versión inglesa y fina, lo más mínimo. La cuestión era… ¿cómo?

Desolación general de los padres de esta patria improbable, nacida de una guerra absurda y provocada por un pequeño loco bigotudo que jamás aprobó los exámenes de cabo primero de infantería. Silencio roto únicamente por gluglús, aahhhg, glugluglugluglu, e incluso glup, emitidos según la sed, la prisa, el efecto o el gusto de cada cual con su taza para vaciar y llenar. Entonces tomó la palabra el suboficial O’Arsow, responsable-mezclador de combustible “Oh, Señor, si el señor Glencadam y MacCampbell me encuentran con el sónar a un buen submarino quizás podamos arreglarlo” A estas alturas el niño ya era hijo, hermano y nieto de todos; la voz del viejo marino sonó segura y tranquila y sus ojos brillaban como quien ha encontrado la manera de robarle las manzanas al párroco del pueblo: suspiro general. No hicieron falta más órdenes: oficial y sonarista salieron disparados, seguidos del timonel MacFamousGrouse. Toda la nave estaba en tensión.

Quisieron los dioses que el U-123 anduviera por allí camino de una misión; también estaba en esas aguas el inefable U-127, aunque nadie, ni sus mismos tripulantes supieran que hacían allí. El bien llevado sónar del Socarrimath los encontró sin muchas complicaciones; al segundo submarino, pero, lo perdió al momento. No sabían en el buque que, al oirse el primer ping en el sumergible el capitan Detlev Wolve lo bajó a cien metros y lo cambió de rumbo; al momento, Kart Otto May, el segundo, lo subió a periscopio cambiando de rumbo, justo para que, unos minutos después, la tripulación lo bajara a 80 metros y volviera a cambiar de rumbo. El u-boot funcionaba así y les iba bien: evidentemente el sónar los perdió a pesar de que, ni unos ni otros, supiera exactamente por que.

En el U-123 eran más clásicos. Variaron rumbo y profundidad, al tiempo que iban reduciendo motores hasta quedar parados y estabilizados a 83 metros. El sonarista dijo: “Los hemos perdido pero estan ahí, muy cerca, Señor, parados”

Era el momento de O’Arsow. Pidió silencio y, convertido en prima donna assoluta de la corbeta, bajó a su sala de máquinas como una diva entrando en su escenario. Se caló la gorra, encendió puro nuevo y se giró a su cabo ayudante diciéndole “¡Niño un martillo de bola del 7 y otro del 10!” Con los martillos en la mano eligió un tramo de la superestructura del buque, tomó un largo tentempié líquido de wisqui, por motivos puramente medicinales, como es sabido en toda la flota, se concentró un momento y empezó a arrear martillazos al metal; martillazos que el casco transformaba en un mensaje claro y nítido: “Q u e r i d a p a n d i l l a d e n a z i s s a b e m o s q u e e s t a i s a h i a b a j o t e n e m o s u n c h i c o v u e s t r o q u e q u i e r e v o l v e r a c a s a o s u b i i s o o s s u b i m o s a e s t a c a z o s c o n l a s c a r g a s”

Justo en ese momento algo estuvo a punto de mandarlo todo a rodar: un Liberator GR VI del 206 Escuadrón del Mando Costero de la RAF estaba llegando; suerte que era un viejo conocido del Socarrimath y, nada más reconocer al barco, el avión dio media vuelta en seco, con riesgo a caer en picado, mientras el piloto le decía al copiloto “¡Vámonos de aquí, son esos locos otra vez!” Nada más girar el avión un burbujeo anunció la presencia en la superfície del U 123: ¡había funcionado!

Al poco rato en su cubierta quedaban una camilla con un herido que ahora lloraba de nuevo, pero por una despedida, y una sopera llena de arroz con atún, gambas y curri para el niño, que los viajes son largos y el mar húmedo, le habían dicho al comandante del submarino que no entendía mucho que pasaba. Y, ahora mismo, los alemanes miran desde la pequeñez de su cubierta a unos ingleses raros que se alejan, esperando que las dos cajas de snapps que les han dado sean suficientes para todos y, esperando también, que el croquis que le han hecho al teniente Johnnie Walter, jefe artillero de la corbeta, y al sargento artillero BlackAndWite, sobre el 88 de cubierta les sirviera; ambos, para variar, habían acompañado al bote con el herido para espiar el cañón del sumergible y, al final, los alemanes sufrían tanto por lo mal que ejercían sus trabajos de alto espionaje que, ante el temor que acabaran cayendo al mar, les hicieron un croquis.

Los ingleses, desde la altura de su cubierta mira al sumergible. ¿Estará bien cuidado el niño? ¿Serán suficientes los tres bidones de wisqui para todos? ¿Habéis puesto otro bidón a aparte para el niño…que esos beben como locos y no le van a dejar nada al pobre…?

Cansinamente, como antes, la corbeta vuelve al rumbo inicial. En el horizonte las columnas de humo anuncian unos mercantes que llevan soluciones para una guerra que ahora parece lejana y que están buscando desesperadamente a una rara escolta que no acaba de llegar. En lo más profundo del mar hay un submarino que, por hoy ha renunciado a hundir nada; su tripulación anda con sus recuerdos a cuestas como puede y un ligero aroma de wisqui, olor poco ario, poco germánico, lo invade todo. La guerra puede esperar a mañana o a que este buque inglés con el que hemos estado haya llegado a buen puerto, piensan.

En ese buque, precisamente, hoy han llevado al niño a su primer día de cole y lo han dejado en manos de la profesora; y lo han visto llorar mientras se alejaban. La casa, ahora, parece vacía.
oarso
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Prometo leermelo en la cama.

Je,je,je,je
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¿Profesión?
Técnico Superior en sistemas de refrigeración de materiales de construcción.
¿El que moja los ladrillos en las obras?
El mismo.
Mix-martes86
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Yo tambien me lo leo luego, que tengo muchas cosas que hacer. :D
Navegando las tormentas como mejor se puede.
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