Bahía de Málaga

Espacio dedicado a aquellos comandantes que gusten de escribir y leer relatos sobre submarinos y aventuras marineras.

Moderador: MODERACION

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Kal
Bootsmannsmaat
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Bahía de Málaga

Saludos señores, espero que sea de su agrado.


Que Dios me perdone

04:35 horas del día 12 de Junio de 1.942, veinticinco millas al sur de la bahía de Málaga, brisa fresca de levante; acabábamos de emerger para recargar baterías después de cruzar el Estrecho. No quise arriesgar y las apuré al máximo. Ordené avante dos tercios con rumbo 105º. Aún teníamos una hora para alejarnos de los barquichuelos que faenaban y entre los cuales no faltaban algunos con sospechosas antenas de radio impropias de los botes miserables de los pescadores españoles y marroquíes que faenaban en aquellas aguas.

Los británicos sabían perfectamente que sellar el Estrecho a nuestras flotillas les ahorraría cientos, tal vez miles de vidas, y lo que es más importante, dejaba a su armada libre para estrangular nuestras rutas de suministro a Rommel. Cada vez que cruzábamos era mucho más que una prueba de pericia para las tripulaciones, era una acción de guerra de mayor importancia que cualquier pieza cobrada. Sin nosotros y con una aviación enemiga cada vez más potente, éramos la última, la única oportunidad de mantener el frente en África.

En aquellos días celebraba mi tercer año en la U-Bootwaffe; antes había servido en la marina mercante desde los 16 años, tenía 32; mi empleo militar era Kapitänleutnant, Cruz de Caballero, 65.300 toneladas en mi diario de guerra, el U-433 era mi tercer submarino, el segundo como primer oficial. Pero todo eso ya no significa demasiado.

A las 05:03 el primer serviola observó por la amura de estribor una columna de humo. Ordené un cambio de rumbo a 90º. A las 05:25 se pudo establecer el rumbo y velocidad del avistamiento, indudablemente se trataba de un destructor o un patrullero rápido, 30 nudos. El horizonte clareaba por levante. Las baterías estaban al 30%. A las 05:40 un avión bimotor nos sobrevoló procedente del oeste, probablemente de Gibraltar. Ordené inmersión. No hubo ataque aéreo, se limitó a sobrevolarnos en círculos; la maniobra se ejecutó con presteza. Aquella tripulación era soberbia.

Recuerdo cada segundo como si no hubieran pasado sesenta años. Avante un cuarto, rumbo 180º; mi intención fue romper con nuestro rumbo conocido, pensé dirigir la nave hacia aguas más profundas y esperar unas horas a suficiente profundidad.

No tuve oportunidad. El avión lanzó sobre nuestra estela al sumergirnos una bomba a consecuencia de cuya onda expansiva perdimos el control del timón, quedó completamente plegado a babor, el barco quedó inmovilizado salvo para realizar círculos cerrados sobre el mismo punto.

Ordené parar máquinas y dejarla caer sobre el fondo arenoso, que en ese punto, 36.13N, 04.42W, rondaba los 75 metros de profundidad. Sólo tenía la opción de confiar en que el sistema de detección del destructor no fuera demasiado sofisticado o su tripulación inexperta.

En completo silencio fijamos su aproximación. Iba a empezar a buscarnos en el último punto conocido y allí era precisamente donde nos iba a encontrar. Tocamos fondo a 57 metros de profundidad, casi un tercio menos de lo esperado.

Empezó a lanzar cargas a 600 metros a proa. Juro que no fue pánico. Era la certeza de que si no daba la orden todos mis hombres morirían. Después de doce explosiones, las últimas cuatro de las cuales ya estaban ocasionando daños de consideración, ordené emerger el navío y aprestar los sirvientes del 88 y los torpedos. Iniciamos el forzado giro de subida entre terribles sacudidas y con varias e importantes vías de agua abiertas.

Tuve que golpear a un mecánico que presa de un ataque de histeria aullaba, fuera de sí, en el puente, oficiales veteranos con los que había servido durante meses lloraban sin recato. Pensé que no podríamos lograrlo, y ojalá hubiera sido así.

Finalmente conseguimos alcanzar la superficie, pero la tripulación había sufrido demasiado, las órdenes no se transmitían, las escotillas fueron abiertas sin orden ni concierto, en algunas salas del buque el humo en la oscuridad había matado por asfixia a varios hombres.

El propio puente era lo más parecido al infierno que puedo imaginar, las tenues luces rojas de emergencia y todo aquél humo ácido. No sé si fui el último en salir, ni si cuando vi hundirse a mi barco aún quedaban hombres vivos en su interior. No lo sé…

Que Dios me perdone.

Sellado y rubricado. ES COPIA
Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 5 de Málaga.

Diligencia para hacer constar que el presente documento fue hallado en el lugar de los hechos, según obra en Atestado Policial núm. 452/2002, de 12 de Junio. Diligencias Previas mismo número. SUICIDIO CIUDADANO ALEMAN por heridas causadas por arma de fuego. Hotel MIRAMAR. Hecho ocurrido a las 04:35 horas. Pendiente autopsia e informe de Policía Judicial. Copia a consulado y fiscalía
Mix-martes86
Könteradmiral
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Gracias. :wink:
Navegando las tormentas como mejor se puede.
Kal
Bootsmannsmaat
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Registrado: 31 Oct 2000 01:00

El té se había quedado frío, como siempre. Ese problema con el receptor de radio había sido reparado, el parte de la enfermería, los desperfectos en dos de los Dakota embalados en la cubierta de popa, situación, previsión meteorológica...
Los partes de novedades, ese inevitable flujo de pequeños papelitos, folios, cuartillas, libros, conversaciones, datos recibidos al pasar, la vida diaria, la normalidad de lo cotidiano.

Salió del puente para apurar a solas lo poco que pudiera quedar de cálido en aquella taza suya de los últimos doce años, tan familiar como su almohada y el reloj de su camarote. Las únicas pertenencias, las últimas, que mantenía, de forma inflexible, su casa eran tres objetos sin importancia aparente. Tan queridos, tan necesarios.

Salió del puente a disfrutar de la parte amable. El sol, la mar, la brisa, salió a recargar su alma de ese cariño renovado y mutuo.

Renovaba su amor con el simple gesto de salir del puente, esquinarse en aquel recodo. Su tripulación conocía el gesto, sabía que serían unos minutos y no debían molestarle. Enseguida volvería al puente, como siempre.

Las cuatro y veinte de la tarde.

La estela le hipnotizó.

Asió la taza con las dos manos.

Veía aquella línea blanca trazar una perfecta línea perpendicular hacia su costado. Treinta o cuarenta nudos, calculó.

Había estado bien, en general. Bueno, sus padres se sorprendieron al principio, pero enseguida le apoyaron en su intención de ir a la Academia Naval. Era extraño que aquella vocación tan arraigada hubiera
ido a plantar sus semillas en un muchacho nacido entre aquellas montañas. A ellos no se lo dijo, sólo Sam, el hijo de los McAllister oyó la verdadera razón: Quiero vivir en un lugar donde vea más cielo que tierra. No pudo comprenderle y no volvió a repetirlo jamás. Bueno, tal vez a ella, al principio, cuando las noches eran aún tan intensas.

Treinta o cuarenta nudos. Diez segundos.

La taza bajó hasta quedar apoyada en el pasamanos.

Con dieciseis años la visión del océano fue la confirmación que nunca hubiera admitido necesitar pero que tanto esperaba. El miedo fue barrido por la resaca de debajo de sus pies. Fue como encontrar a un viejo amigo. Uno de esos momentos en los que los espejismos del cerebro te hacen creer que has regresado a un instante ya vivido. La mar le enamoró, le acunó, le recibió, le habló como ninguna persona lo había hecho y él se sintió aceptado y correspondido de forma instantánea.

Desde entonces no había podido vivir sin ella. Fue su único amor verdadero.

Eran dos torpedos.

Giró la vista, se sintió tan solo. Un ardor desconocido le atravesó las tripas. El grito apagado del vigía amagado por los latidos de su propio corazón. Si hubiera podido analizarlo después tal vez hubiera
admitido que fue miedo, había mucho miedo en aquella sensación pero por encima de éste alentaba su corazón una rabia indescriptible.

El portazo a su espalda, los pasos acelerados sobre las planchas metálicas, la taza, los nudillos blancos apretando, aferrados a aquella taza.

La estela. Las estelas, ahora divergentes, individuales, que fueron antes una posibilidad se tornaron en certeza. La primera desaparecía bajo sus pies, la segunda veinte metros hacia popa.

El reflejo lejano, la luz reflejada sobre un cristal suspendido sobre la calma superficie de la mar. La mirada de un hombre como él oculta tras lo que más había amado. Los ojos del hombre que había de hundir su buque aquella tarde. Sin un aviso, una tarde cualquiera, aquella
tarde. En aquel mismo instante.

El profundo vacío que sintió en su interior, la pena y el dolor por lo que le quedaba por ver, por las horas de mar que jamás navegaría.

Su cuerpo pesado, atraido por fuerzas desatadas, incontenibles, inconcebibles. El calor. Y el silencio.

La muerte.
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