LA PROFESORA DE INGLÉS
Esta semana me toca hacer de celestino, pero Iker tiene dieciséis años, es un lector y por tanto es un amigo. El caso es que su profesora de inglés, me cuenta Iker en la carta, tiene treinta años, es morena y está tremenda. Y vive enamorado de ella, como un becerro, hasta el punto de que la última vez que la profesora lo llamó a su despacho para echarle la bronca porque anda fatal en inglés, él ni siquiera oyó la bronca porque no hacía más que mirarle los labios, que los tiene - asegura - como las cerezas picotas. Cuando me escribió, hace cuatro meses, Iker estaba seguro de que iba a catear la asignatura. "Cosa que no me importa - matizaba - porque así el año que viene volveré a verla". El caso es que me pedía ayuda, porque, apuntaba: "Los hombres tenemos que ayudarnos. Yo no sé qué pensará usted de las mujeres, pero yo creo que nos tienen cogidos por los huevos, y que si entre nosotros no nos echamos una mano, ya me contará".
Ante tan demoledor argumento, el arriba firmante - que una vez tuvo dieciséis años y, en su caso, una profesora de Griego que también lo llevaba por la calle de la amargura - no puede hacer otra cosa que ponerse a disposición del joven corresponsal con armas y bagajes. Vaya por delante que estas cosas casi nunca resultan; pero no se sabe. Además, como apunta Iker en su misiva, una vez, después de echarle la bronca por vago y por inútil, ella le dijo que cuando sonríe está muy guapo. E Iker, que salió flotando del despacho, sostiene con cierta lógica que si yo escribo este artículo él sonreirá más y ella lo verá más guapo aún. Además, en septiembre - fíjense cómo afina a medio plazo, el tío - "estaré más moreno, y seguro que hasta crezco un poco, así que le pareceré mayor".
Así que aquí me tienen, en septiembre, cumpliendo de hombre a hombre, y dispuesto a decirle a la profesora que, bueno, pues eso, lo que Iker quiere que le diga. Que la diferencia de edad en la cosa del hola qué tal es una milonga, y que a fin de cuentas vamos a vivir cuatro días. Y que en el juramento hipocrático, o presocrático, como se llame el que hagan los profesores, estará, supongo - supone Iker - el de enseñar al que no sabe. Y a él hay cantidad de cosas que le gustaría aprender. Como, por ejemplo, de qué color se le ponen a ella los ojos con poca luz. O cómo suena su voz cuando habla en un susurro. O a qué saben las cerezas picotas que tiene en la boca y que a Iker - y por el entusiasmo casi contagioso de su carta, a este paso, hasta a mí mismo - le gustaría comerse despacito.
Eso es lo que hay, Iker, colega. Y yo he cumplido, como ves; y ya no me queda sino desearte suerte, buen viento y buena caza. De todas formas, de ti para mi, tampoco te vayas a hacer muchas ilusiones sobre el efecto que esta página que tú y yo llevamos hoy a medias pueda hacer en su ánimo. Las profesoras, cuando como la tuya son treintañeras jóvenes y guapísimas, suelen tener bicho. Quiero decir novio, amigo o marido. Y cuando no, pues resultan menos receptivas a la sonrisa de un alumno que al maduro aplomo de un jefe de estudios cuarentón o a los armónicos dorsales de un profesor de Gimnasia (la mía de Griego, lo que es la vida, se casó con el de Gimnasia; y los once que estábamos en su grupo de Letras estuvimos una semana borrachos de desesperación y de vino de Jumilla, hechos polvo, tirados por todos los bares de Cartagena, buscando una espada amiga que nos diera piadosa muerte a los once).
En fin. Tú dale caña, compadre. Dásela dentro de un orden. Lo bueno que tienen tus dieciséis tacos es que en ese tipo de cosas puedes equivocarte o meter la pata ochocientas mil veces y no pasa nada. A fin de cuentas, lo peor en la vida no es decir: "aquella vez hice el panoli", sino: "si yo me hubiera atrevido". Así que haz el panoli, atrévete a decírselo - hoy te lo he desgraciado o te lo he puesto a punto, colega -, y que luego salga el sol por Antequera. Pero no dejes que ese pedazo de mujer se te escape viva por cortao. Eso sí que no se lo perdona uno nunca. Porque a veces pasan, te lo juro, esas cosas. Una señora estupenda rodeada de musculitos y cuarentones apuestos y chulos de discoteca, y de pronto ves que llega un tiñalpa escuchimizado que le dice hola, buenas. Y ella le mira el careto y piensa: anda tú. Éste sonríe como sonreía mi papi. Y se va con él, y viven una loca pasión de años. O de un par de horas, que dura menos, eso sí, pero también tiene su intríngulis.
Ah. Y a ver si estudias un poco más el inglés. Porque lo cortés no quita lo caliente. O viceversa.
EL SOLDADO VLADIMIRO
Una vez conocí a un héroe. No era alto ni apuesto, ni le pusieron medallas, ni salió en primera página de los periódicos, ni en el telediario. Nadie aplaudió su hazaña, y ni los políticos ni los generales ni los mangantes que explotan en su provecho las virtudes ajenas hicieron discurso al respecto. Se llamaba - espero que se llame todavía - soldado Vladimiro. Tenía veinte años y se ocupaba de la ametralladora de 12,70 de un blindado de los cascos azules españoles en Bosnia central. De soldado tenía lo justo: no le gustaba la guerra, ni la vida militar. Se había alistado por si se presentaba la ocasión de ver mundo. Después pensaba regresar a la vida civil y estudiar idiomas. Eso, precisamente, lo convertía en un elemento valioso para sus jefes y compañeros legionarios: hablaba un poco de ruso, que es al bosnio lo que el castellano al portugués. Por eso estaba asignado al BMR del coronel Morales, el jefe de la agrupación Canarias.
Vladimiro era uno de esos soldados vivos y listos que se buscan la vida como nadie, que se esfuman de pronto y, cuando todos creen que ha desertado, reaparecen con dos gallinas y una hogaza de pan para sus compañeros. Allí, en el valle del Neretva, Vladimiro llevaba niños en brazos, repartía tabaco a los ancianos, daba sus raciones de campaña a las mujeres que lloraban junto a los escombros de sus hogares. Y yo vi de noche, cuando se hallaba de centinela, acercársele la gente agradecida para traerle un trozo de pan, una taza de té, incluso una desvencijada hamaca para que pudiera hacer sentado su turno de guardia.
Una noche el soldado Vladimiro fue un héroe, aunque posiblemente ni siquiera él mismo lo sepa. Intenten imaginar el cuadro: oscuridad, disparos de francotiradores, trazadoras que pasan recortando esqueletos negros de edificios. Hay tensión en el ambiente, y por uno de esos azares de la guerra, aquellos a quienes los legionarios vinieron a socorrer se convierten, de pronto, en adversarios. El coronel Morales, que manda la columna, decide ir, solo, al puesto de mando bosnio para solucionar la crisis. Eso es meter la cabeza en la boca del lobo; en medio de enorme confusión, entre musulmanes armados y muy nerviosos, el coronel ordena por radio a su segundo, un comandante, tomar el mando si no regresa. Vladimiro se ofrece a acompañarlo, pero Morales le ordena permanecer a cubierto en el BMR. Después se aleja en la oscuridad, rodeado de amenazadores milicianos.
Y es entonces cuando el soldado Vladimiro se remueve inquieto, y en la penumbra interior del blindado nos mira a los que estamos dentro. Sus ojos reflejan un pensamiento: no se trata de que el coronel le caiga bien o mal. Simplemente es su coronel, y le avergüenza verlo irse solo. De pronto, lo vemos mover la cabeza como si acabara de tomar una decisión. Precipitadamente, con nerviosismo, se mete dos granadas en los bolsillos. Requiere un Cetme y comprueba el cargador.
- No, si ya verás - murmura como para sus adentros, mientras amartilla el arma -. ¡Esta noche nos van a inflar a hostias!
Le tiemblan las manos y la voz. Pero aún así, con esas manos que le tiemblan, abre el portillo del blindado, se cala el casco, aprieta los dientes para morderse el miedo y echa a correr en la oscuridad detrás de su coronel. Cuando una hora más tarde Morales sale del puesto de mando de la Armija, lo encuenta sentado en las sombras de la escalera, con el Cetme en la mano, esperándolo. Entonces el coronel, que es un legionario bajito, duro y con mala leche, le echa una bronca tremenda por incumplir sus órdenes. Después se encamina hacia la columna de vehículos, siempre escoltado por su tirador, que le sigue cabizbajo.
- ¡La próxima vez que desobedezcas una orden te voy a meter un paquete que te vas a cagar, Vladimiro! Le dice. Después, el coronel se detiene y, aún con gesto hosco, saca un paquete de cigarrillos y le ofrece uno. Y mientras lo hace disimula una sonrisa en un extremo de la boca.
Ocurrió exactamente así. No sé qué otras cosas buenas o malas hará Vladimiro el resto de su vida. Pero aquella noche, en Bosnia central, su coronel le ofreció un cigarrillo y yo me prometí dedicarle este artículo. Hoy, supongo, habrá regresado ya a su pueblo. Y tal vez, cuando entre en la discoteca del barrio - es flaco y con granos en la cara - las chicas, que prefieren a los guaperas apuestos, a los bailones que marcan paquete, ni siquiera se fijen en él.
¡Qué sabrán ellas! ¿Verdad, Vladimiro?
EL INSULTO
Aquí ya no se insulta como antes. En otro tiempo, el insulto consistía en un desahogo, un acto de violencia verbal donde se vaciaban el estómago y el corazón. Alguien tomaba aire y vaciaba en una frase, en una palabra restallante como un latigazo, toda la inquina y la mala leche acumulada en siglos de degüello y odios fratricidas, de impotencia, opresión, ignorancia, envidia, orgullo y barbarie. Cuando en este país alguien insultaba lo hacía de modo solemne, consciente de que se jugaba el tipo y aquello podía terminar en el juzgado de guardia, en el hospital o en el cementerio. El que recurría al insulto lo hacía de verdad.
Uno se percataba de eso al oír a los guiris insultarse en su lengua. Un súbdito de Su Graciosa Majestad, por ejemplo, discutía con otro y cuando le decía stupid era ya el colmo. Hasta el fuck you de los yanquis sabía a poco. En cuanto a Europa, dos franceses se liaban, es un suponer, porque uno le había echado a otro ceniza de Gitanes en el fuagrás, y se decían el uno al otro cretin, con, cocu y cosas así. Cocu, por ejemplo, sonaba a perfecta mariconada en comparación con aquel sonoro cabronazo español. Y en cuanto a Italia, qué les voy a contar. Un milanés sorprendía a su legítima en el catre con un oficial de carabinieris y todo lo que se le ocurría era decirle a ella puttana, que convendrán conmigo ni suena a insulto ni suena a nada, mientras que en castellano podía elegirse, sin problemas, entre un amplio repertorio: pendón, mala zorra, chocholoco. O cacho puta, sin ir más lejos. Prueben ustedes a decir eso en francés y comprenderán de qué les hablo.
Y es que antes, aquí, todo aquello tenía paladar, como los buenos riojas. Aquí el insulto era algo sonoro e inapelable; una declaración de principios que te llenaba la boca. Le mentabas a alguien la madre y te quedabas en la gloria, porque en ese acto ajustabas cuentas con él y con el Universo. No es casual que las otras lenguas españolas, a la hora del insulto, sigan recurriendo a menudo al castellano como arma ofensiva más eficaz que las correspondientes palabras vernáculas.
Pero en los últimos tiempos también eso se ha devaluado. Basta tender la oreja para comprobar que esa agresión verbal tradicional y castiza ya no es lo que era. A fuerza de uso, las palabras pierden sentido y se convierten en caricaturas de lo que fueron; en ecos inertes de lo que, antaño, hacía que la sangre llegara al río por un quítame allá esas pajas o eso no me lo dices en la calle.
Denle si no, para comprobarlo, un repaso a la lista. Uno escucha a diario intercambios verbales que antes habrían terminado, cuando menos, en la comisaría más próxima, y que ahora dejan a la gente tan tranquila. Hasta no hace mucho, cuando alguien decidía llamar imbécil a otro estaba dispuesto a encajar las consecuencias inmediatas del asunto. Ahora cualquiera puede llamarte cualquier cosa, cabrón por ejemplo, con un alto porcentaje de impunidad, y hasta tu mejor amigo puede saludarte con un hola, gilipollín. En este país nos han descafeinado hasta los insultos de toda la vida.
En cuanto al epíteto español por excelencia, qué les voy a contar. Aquí ya no se da nadie por aludido. Un conductor de un automóvil se oirá llamar hijoputa media docena de veces al día, sin por eso bajar del coche y liarse a guantazos en los semáforos - pasividad, por cierto, que resulta loable y civilizada, aunque aburridísima -. Para que el insulto aún surta efecto, ahora no hay más remedio que pronunciarlo despacio y claro, dándole trascendencia en el tono, y a ser posible con la preposición de. Porque ya no es lo mismo decirle a uno hijoputa así, de corrido, como quien no quiere la cosa, que vocalizar bien hijo de puta, o mejor hijo de la gran puta, con una pequeña y precisa explosión labial en la p, que es donde está el nudo de la cuestión.
EL IVA DE LAS LUMIS
En Suiza, además de vacas, relojes y bancos, hay putas. Hablo en sentido literal, o sea: señoras que viven del comercio carnal en plan hola guapo, son siete mil y la cama aparte. Allí el ejercicio de tan incómodo oficio goza de autorización oficial. Es decir, que yo me llamo Ingrid, por ejemplo, o Mari Pepa, y puedo vivir de mis encantos siempre y cuando tenga la nacionalidad o un permiso de trabajo y pague mis impuestos. Los suizos son muy rigurosos y muy calvinistas, como de piñón fijo; pero en cuanto suena un duro rodando por el suelo se olvidan en el acto de la moral y se ponen dale que te pego a la calculadora. Allí paga impuestos hasta la vaca que ríe.
Soy muy paleto y nunca me he ido de putas en Suiza, pero imagino que con tanta higiene y tanta leche pasteurizada, tiene que parecerse a ligar con un astronauta del proyecto Apolo, todo aséptico y con música ambiental. El intercambio carnal con una lumi suiza, por ejemplo, en plan estricta gobernanta y con aquello del orden y el método, debe de ser como para grabarlo en vídeo. A ver, tiempo número uno. ¿Preparado, caballero? Procedamos. Uno, dos, uno, dos. Bien. A ver, dése la vuelta. Uno, dos, uno, dos. Listo. ¿Cómo que por qué? ¿No está usted viendo el cronómetro?
Convendrán conmigo en que, comparado con una colega española, no hay color. Aquí, como lo del puterío es ilegal y no hay control ninguno, todo es mucho más humano, más natural e improvisado, en plan hola chato qué tal. Aquí levantas una lumi, por ejemplo, y a lo mejor hasta te da el beso del sueño y te roba la cartera, o llega el chulo y te muele a palos, o resulta que el macró es policía y te saca la pistola y tiene más emoción el asunto. O enganchas un sida que te partes de risa, oyes, no como esos suizos tan asépticos y tan aburridos, que el último que tuvo un poco de salero en el cuerpo se llamaba Guillermo Tell.
El caso es que el departamento helvético de Hacienda ha decidido que, a partir del año que viene, las lumis que trabajen en Suiza pagarán al Estado su correspondiente IVA. La única excepción que tolera allí el fisco es la referente a cuidados prodigados bajo receta médica; pero a pesar de los esfuerzos de sus representantes ante la administración, las furcias suizas no han conseguido que clasifiquen como terapia social su meritoria labor. Haría falta que los clientes fuesen antes al médico de cabecera; y entonces, claro. Imagínense el diálogo:
- Doctor, noto algo como así. Usted ya me entiende.
- Perfectamente. ¿Es usted casado?
- Hace cuarenta años.
- Comprendo. Mire, va usted a irse de putas cada ocho horas. Aquí tiene la receta, pillín.
Así que nada, que no. Que las furcias suizas pagarán el IVA como todo hijo de vecino suizo, y santas pascuas; y la que no esté conforme tiene derecho a recurrir ante el tribunal federal. Lo malo es que, tal y como está en España el panorama, con todo organismo oficial loco por echarle mano a un duro, sólo faltaba que cundiera el ejemplo. Es decir, que a nuestro Ministerio de Hacienda le diera por exprimir también esa teta - no sé si captan ustedes el sutil juego de palabras -. Porque ya es raro que, a la caza y captura como se anda aquí del menor pretexto para dar otra vuelta de tuerca e intensificar el expolio, todavía no se le haya ocurrido a nadie cobrarles IVA a las lumis. Cuya actividad, según está el patio, debe de ser la única a la que el Fisco aún no ha hincado el diente.
Así que más vale que los suizos no den ideas, porque ¿se imaginan el panorama? Un ministro muy serio saliendo en el telediario para explicar a base de mucho mire usted y de mucho eufemismo - trabajadoras de la calle, productoras de sexo - y mucho marear la perdiz, que el esfuerzo de solidaridad corresponde a todos los españoles y que si las putas son españolas o hispanohablantes, a pagar tocan. Tras lo cual, las lumis palmarían su correspondiente IVA con todo cristo metiendo el cazo para trincar. Parece que lo estoy viendo: el recaudador jefe que se fuga a Suiza, precisamente, con la pasta recaudada; las chicas en la calle preguntándote si el francés lo quieres con o sin factura, y las autonomías que reclaman su parte mientras el Gobierno no les hace ni puto caso, ocupado como está en gobernar con mano firme el timón de la nave. Y mientras, en el puente aéreo, el director general de Putes de la Generalitat viajando a Madrid para llevarse, por el morro, su quince por ciento.
Calenturas me dan, sólo de pensarlo.
EL BAR DE DANI
Durante buena parte de mi vida, los bares y los cafés fueron refugio, oficina, centro de operaciones y hasta hotel en lugares donde no había hotel, o éste se había convertido en lugar insalubre, lleno de sobresaltos y agujeros. Con esto quiero decirles que he coleccionado bares por un tubo, bares de aeropuerto, de barrio, de carreteras, sitios elegantes y antros cutres. Y no por afición a darle al frasco, sino porque veintiún años con una mochila al hombro, con el desarraigo y la incomodidad que eso implica, y la necesidad de un lugar de reflexión y calma donde escribir una crónica, organizar una transmisión, disponer de un teléfono que funcione para decir hola buenas, Mariloli, ponme con el redactor jefe, son motivos suficientes para que uno desarrolle el instinto de adoptar esos bares o esos cafés que, a los cinco minutos, una vez te has instalado dentro y pides algo, y pones las notas o el libro sobre la mesa mientras ordenas ideas, se convierten con pasmosa facilidad en lugares tan confortables como tu propia casa de toda la vida. Eso ayuda mucho. Y consuela. Y un montón de cosas más.
El bar, sobre todo, tiene una ventaja adicional. A diferencia del café, que es más favorable a la parcela individual, el bar, como su propio nombre indica, cuenta con una barra común. Y una barra de bar es siempre punto de encuentro, sobre todo si al otro lado hay un camarero o un propietario como Dios manda. Una barra de bar es un sitio donde, entre vaso y vaso, y a poco que se descuide, la gente pone, voluntariamente o sin darse cuenta, su vida sobre el mostrador. Por eso es tan fácil allí hacer amigos, a poco que se cuente con las dosis mínimas de curiosidad, sociabilidad y buena fe. A menudo, en especial al principio, cuando era más jovencito y viajaba a solateras, cuando llegaba a una ciudad desconocida y a veces hostil lo primero que hacía era irme a un bar y pegar allí la hebra con el camarero, que en cinco minutos me ponía al corriente. En días de desconcierto y soledad, entraba en una cantina de Managua, un cafetín de Beirut o Estambul, una tasca cochambrosa de Luanda, y a la media hora, a medida que iba enrollándome con camareros y parroquianos, ya era de allí de toda la vida. Mientras encontré en mi camino un bar abierto, nunca estuve solo.
Ahora hago otro tipo de vida, pero conservo el viejo instinto. El otro día llegué a una ciudad que apenas conocía, y paseando a mi aire por el casco viejo entré en un bar que no había pisado en mi vida. Allí había una barra y un dueño que se llama Dani, adora los álbumes de Tintín y sueña con leer libros hermosos y fotografiar cada mañana a quienes pasan por delante de su puerta, igual que Harvey Keitel en Smoke. Y había una camarera pelirroja y guapa que se llama Isabel y tiene una linda cicatriz horizontal en la frente. Y había un cliente, un tipo chiquitillo y duro que responde por Primitivo, que a los quince minutos y dos cañas me autorizó a llamarlo Primi, y me contó que acababa de conseguir unos reclinatorios de iglesia y ya había vendido tres. Y yo me pasé dos horas en ese bar y luego volví por la tarde a llevarle a Dani el Alatriste que le había prometido. Y allí seguía Primi, y un matrimonio joven con crío en un carrito, y algunos más. Y al día siguiente Dani y los otros, que leen poco porque no tienen tiempo, y hasta Primi, que no lee nada, fueron a la presentación de un libro mío y se llevaron a toda la peña. Y luego, cuando nos desembarazamos del protocolo de corbata y la parafernalia, nos fuimos al bar de Dani con el Califa, con su amigo el fotógrafo, con Encarna y con los otros; y el Califa me contó cómo lo dejó su novia y él se quedó hecho una mierda, pero a la quinta copa pude convencerlo de que esas cosas, colega, van incluidas en el precio de la vida. Y todos estuvimos contando chistes uno detrás de otro y descojonándonos horas y horas; y cuando yo conté el del cazador y el oso maricón, y luego el de la rata que va con un murciélago del brazo y le dice a otra rata que sí, que su novio es feo pero es piloto, el Califa, que cuenta unos chistes que te vas de vareta, se lo apuntó en un papel y luego juró que me sería fiel hasta la muerte. Y Primi me contó su vida, que tiene una novela, o varias. Y Encarna escenificó tres veces el chiste de la ninfómana. Y todos agarramos una castaña de cojones. Y Dani me regaló un Tintín de madera que había en un estante, y debajo escribió: de tus amigos. Y pocas veces se han escrito verdades como ésa.
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Solo una pega, en el primero está incitando a una perversión de menores, lo digo por la reciente sentencia contra un profesor que se acostó con una alumna de 16 años.
En el papel parece todo muy mono, en la realidad es la historia de una neurosis de adolescente, que si no se le advierte puede acabar mal para él.
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- ¡¡¡ Pronto beberemos cerveza en Londres !!!


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- Fähnrich zur See
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Hombre, tampoco hay que sacar los pies del tiesto, creo yo ¿porqué tiene que ser una neurosis? quien más quien menos, ha estado colado por una de sus profesoras siendo chaval (entre los que yo em incluyoEn el papel parece todo muy mono, en la realidad es la historia de una neurosis de adolescente, que si no se le advierte puede acabar mal para él.



Y bueno eso de corrupción de menores es pasarse un poco, me parece a mi, simplemente le dice que muestre sus sentimientos, eso no es malo, el caso contrario sería comerse mucho la cabeza llegando a reprimirse y eso si que sería grave para su desarrollo...
Un saludo

"Es deber de cada capitán tener Fe en sus hombres; debe querer tener Fe en ellos, incluso si le han defraudado en alguna ocasión"(Wolfgan
Creo que no lo has leído bien. No está incitando a una perversión de menores. En todo caso, está incitando a una perversión de mayores.Victor Gonzalez escribió:Solo una pega, en el primero está incitando a una perversión de menores, lo digo por la reciente sentencia contra un profesor que se acostó con una alumna de 16 años.
En el papel parece todo muy mono, en la realidad es la historia de una neurosis de adolescente, que si no se le advierte puede acabar mal para él.
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