In Topic: Mar, Guerra, Literatura

Espacio dedicado a aquellos comandantes que gusten de escribir y leer relatos sobre submarinos y aventuras marineras.

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Castorp
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In Topic: Mar, Guerra, Literatura

ODA AL MAR

Aquí en la isla
el mar
y cuánto mar
se sale de sí mismo
a cada rato,
dice que sí, que no,
que no, que no, que no,
dice que si, en azul,
en espuma, en galope,
dice que no, que no.
No puede estarse quieto,
me llamo mar, repite
pegando en una piedra
sin lograr convencerla,
entonces
con siete lenguas verdes
de siete perros verdes,
de siete tigres verdes,
de siete mares verdes,
la recorre, la besa,
la humedece
y se golpea el pecho
repitiendo su nombre.
Oh mar, así te llamas,
oh camarada océano,
no pierdas tiempo y agua,
no te sacudas tanto,
ayúdanos,
somos los pequeñitos
pescadores,
los hombres de la orilla,
tenemos frío y hambre
eres nuestro enemigo,
no golpees tan fuerte,
no grites de ese modo,
abre tu caja verde
y déjanos a todos
en las manos
tu regalo de plata:
el pez de cada día.

Aquí en cada casa
lo queremos
y aunque sea de plata,
de cristal o de luna,
nació para las pobres
cocinas de la tierra.
No lo guardes,
avaro,
corriendo frío como
relámpago mojado
debajo de tus olas.
Ven, ahora,
ábrete
y déjalo
cerca de nuestras manos,
ayúdanos, océano,
padre verde y profundo,
a terminar un día
la pobreza terrestre.
Déjanos
cosechar la infinita
plantación de tus vidas,
tus trigos y tus uvas,
tus bueyes, tus metales,
el esplendor mojado
y el fruto sumergido.

Padre mar, ya sabemos
cómo te llamas, todas
las gaviotas reparten
tu nombre en las arenas:
ahora, pórtate bien,
no sacudas tus crines,
no amenaces a nadie,
no rompas contra el cielo
tu bella dentadura,
déjate por un rato
de gloriosas historias,
danos a cada hombre,
a cada
mujer y a cada niño,
un pez grande o pequeño
cada día.
Sal por todas las calles
del mundo
a repartir pescado
y entonces
grita,
grita
para que te oigan todos
los pobres que trabajan
y digan,
asomando a la boca
de la mina:
"Ahí viene el viejo mar
repartiendo pescado".
Y volverán abajo,
a las tinieblas,
sonriendo, y por las calles
y los bosques
sonreirán los hombres
y la tierra
con sonrisa marina.
Pero
si no lo quieres,
si no te da la gana,
espérate,
espéranos,
lo vamos a pensar,
vamos en primer término
a arreglar los asuntos
humanos,
los más grandes primero,
todos los otros después,
y entonces
entraremos en ti,
cortaremos las olas
con cuchillo de fuego,
en un caballo eléctrico
saltaremos la espuma,
cantando
nos hundiremos
hasta tocar el fondo
de tus entrañas,
un hilo atómico
guardará tu cintura,
plantaremos
en tu jardín profundo
plantas
de cemento y acero,
te amarraremos
pies y manos,
los hombres por tu piel
pasearán escupiendo,
sacándote racimos,
construyéndote arneses,
montándote y domándote
dominándote el alma.
Pero eso será cuando
los hombres
hayamos arreglado
nuestro problema,
el grande,
el gran problema.
Todo lo arreglaremos
poco a poco:
te obligaremos, mar,
te obligaremos, tierra,
a hacer milagros,
porque en nosotros mismos,
en la lucha,
está el pez, está el pan,
está el milagro.


Pablo Neruda
Última edición por Castorp el 20 May 2005 20:57, editado 2 veces en total.
"Asturias... puntería natural..."

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De Rafael Alberti.



1


El mar. La mar.
El mar. !Solo la mar!

?Por qué me trajiste, padre,
a la ciudad?

?Por qué me desenterraste
del mar?

En sueños, la marejada
me tira del corazón.
Se lo quisiera llevar.

Padre, ?por qué me trajiste
acá?


2

Gimiendo por ver el mar,
un marinerito en tierra
iza al aire este lamento:

"!Ay mi blusa marinera!
Siempre me la inflaba el viento
al divisar la escollera".


3
Salinero

...Y ya estarán los esteros
rezumando azul de mar.
!Dejadme ser, salineros,
granito del salinar!

!Qué bien, a la madrugada,
correr en las vagonetas,
llenas de nieve salada,
hacia las blancas casetas!

Dejo de ser marinero,
madre, por ser salinero.



4
Llamada

Zumbó el lamento del mar
cuando me habló por teléfono.

Yo, en la llanura. !Qué lejos
la novia del litoral!

Saltó del Norte a Levante.
Dejó un mar por otro mar.

!El mar de las Baleares!


5


Branquias quisiera tener,
porque me quiero casar.
Mi novia vive en el mar
y nunca la puedo ver.

Madruguera, plantadora,
allá en los valles salinos.
!Novia mía, labradora
de los huertos submarinos!

!Yo nunca te podré ver
jardinera en tus jardines
albos del amanecer!


6
Nana

Mar, aunque soy hijo tuyo,
quiero decirte: "!Hija mía!
Y llamarte, al arrullarte:
Marecita
-madrecita-,
!marecita de mi sangre!"


7
Con él (1924)

Zarparé, al alba, del Puerto,
hacia Palos de Moguer,
sobre una barca sin remos.

De noche, solo, !a la mar,
y con el viento y contigo!
Con tu barba negra tú,
yo barbilampiño.


8
Pregón submarino

!Tan bien como yo estaría
en una huerta del mar,
contigo, hortelana mía!

En un carrito tirado
por un salmón, !qué alegría
vender bajo el mar salado,
amor, tu mercadería!

--!Algas frescas de la mar,
algas, algas!


9
Chinita

!Contigo, Rafael Arcángel,
patrón de los caminantes!
Chinita blanca del río,
se me ha perdido mi amante.

Rodando, rodando, al mar.
!Contigo, Rafael Arcángel!
!Que la mar nunca te trague,
chinita de mi cantar!

Yo no paro de llorar:
se me ha perdido mi amante
!Chinita, Rafael Arcángel!


10
Cruz de viento

Nevada, clara de nieve,
flor de los témpanos, tú,
sobre una corza marina.

Norte. Sur.

Dorada, clara de oro,
flora de los fuegos, tú,
sobre un cocodrilo verde.

Este. Oeste.






11

!Sal desnuda y negra, sal,
que paso por el canal!

A la salida del golfo,
boga, negrita, la isla,
blanca y azul, de la sal.

!Sal, negrita boreal,
sal desnuda y negra, sal,
que salgo yo del canal!


12
A Tagore

!Dejadme pintar de azul
el mar de todos los atlas!
Mientras, salúdame tú,
cantando al alba del agua,
pájaro en una palmera
que mire al mar de Bengala.




13

!A los islotes del cielo!

Prepara la barca, niña.
Yo seré tu batelero.

?Marzo?
?Abril?
?El mes de mayo?
!Más verde es la mar de enero!

Prepara tu barca, niña.
Ya canta tu batelero.


14
El mar muerto

I
Mañanita fría.
!Se habrá muerto el mar!

La nave que yo tenía
ya no podrá navegar.

--Mañanita fría,
?lo amortajarán?

--Los pueblos de tu ribera
-naranjas del mediodía-,
entre laureles y olivas.

--Mañanita fría,
?quién lo enterrará?

--Marinero, tres estrellas
muy dulces: las Tres Marías.

Ii

No sabe que ha muerto el mar
la esquila de los tranvías
-tirintín- de la ciudad.

No lo sabe nadie, nadie.
!Mejor, si nadie lo sabe!

Ni tú, verde cochecillo,
que hacia la verdulería
llevas tu tintinear.

No lo sabe nadie, nadie.
!Mejor, si nadie lo sabe!

Ni tú, joven vaquerillo,
que llevas tus dos vaquitas
tan de mañana a ordeñar.

No lo sabe nadie, nadie.
!Mejor, si nadie lo sabe!


15


!Qué altos
los balcones de mi casa!
Pero no se ve la mar.
!Qué bajos!

Sube, sube, balcón mío,
trepa el aire, sin parar:
sé terraza de la mar,
sé torreón de navío.

--?De quién será la bandera
de esa torre de vigía?
--!Marineros, es la mía!




----


Érase de un marinero
que hizo un jardín junto al mar
y se metió a jardinero.

Estaba el jardín en flor
y el jardinero se fue
por esos mares de Dios.
"Asturias... puntería natural..."

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No se qué me da traducirlo. No es que sea el mejor poema del mundo, y traducido igual pierde su encanto, como tantas canciones. Forma parte de algunas neuras personales por las que admiro tanto a los ingleses.

Pero como dirían los de Cruz y Raya: "¡Si no es por no traducirlo! ¡Si hay que traducirlo se traduce!" :D :D :wink:

Habla de mogollón de cosas: de "Murieron con las botas puestas" (la de Errol Flynn), de Harry Flashman (saga histórica y divertida publicada en editorial Edhasa, la recomiendo), del valor, también de la estupidez, del temita ese de lo fatídico, etc, que ya me estoy enrollando un montón.

En serio: "Murieron con las botas puestas". Alguien tuvo que idear el título de esa peli, y si hubiese un Oscar al Título, lo habría ganado. Pero qué pedazo de título. Es tan cojonudo que sintetiza el poema que inspira la peli. Eran un poco gilipollas, pero murieron con las botas puestas.


CHARGE OF THE LIGHT BRIGADE

Half a league, half a league,
Half a league onward,
All in the valley of Death
Rode the six hundred.
`Forward, the Light Brigade!
Charge for the guns!' he said:
Into the valley of Death
Rode the six hundred.

`Forward, the Light Brigade!'
Was there a man dismay'd?
Not tho' the soldier knew
ome one had blunder'd:
Their's not to make reply,
Their's not to reason why,
Their's but to do and die:
Into the valley of Death
Rode the six hundred.

Cannon to right of them,
Cannon to left of them,
Cannon in front of them
Volley'd and thunder'd;
Storm'd at with shot and shell,
Boldly they rode and well,
Into the jaws of Death,
Into the mouth of Hell
Rode the six hundred.

Flash'd all their sabres bare,
Flash'd as they turn'd in air
Sabring the gunners there,
Charging an army, while
All the world wonder'd:
Plunged in the battery-smoke
Right thro' the line they broke;
Cossack and Russian
Reel'd from the sabre-stroke
Shatter'd and sunder'd.
Then they rode back, but not
Not the six hundred.

Cannon to right of them,
Cannon to left of them,
Cannon behind them
Volley'd and thunder'd;
Storm'd at with shot and shell,
While horse and hero fell,
They that had fought so well
Came thro' the jaws of Death,
Back from the mouth of Hell,
All that was left of them,
Left of six hundred.

When can their glory fade?
O the wild charge they made!
All the world wonder'd.
Honour the charge they made!
Honour the Light Brigade,
Noble six hundred!


Alfred Tennyson



_____


Traducción parcial:

Media legua, media legua,

Media legua ante ellos.

Por el valle de la Muerte

Cabalgaron los seiscientos.

"¡Adelante, Brigada Ligera!"

"¡Cargad sobre los cañones!", dijo.

En el valle de la Muerte

Cabalgaron los seiscientos.

"¡Adelante, Brigada Ligera!"

¿Se descorazonó un solo hombre?

No, aunque los soldados comprendían

Que era un desatino.

No estaban allí para replicar.

No estaban allí para razonar,

No estaban sino para vencer o morir.

En el valle de la Muerte

Cabalgaron los seiscientos.
Última edición por Castorp el 20 May 2005 21:16, editado 1 vez en total.
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LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

Winston S. Churchill


ISBN: 8497340841

"LAS PALABRAS AL COMBATE"
Introducción de Pedro J. Ramírez

A partir del 11 de septiembre de 2001 la peregrinación se hace aconsejable a todo ciudadano que se sienta orgulloso de pertenecer a un país democrático. Pero cualquier turista que recorra la monumental zona de Whitehall o las inmediaciones del londinense parque de St. James puede encontrar con facilidad, al pie mismo de los Clive Steps, una treintena de escalones presididos por la estatua de uno de los míticos héroes de la era imperial, una modesta entrada recubierta por sacos de arpillera llenos de cemento y arena. Se trata del acceso a uno de los sótanos del llamado edificio Anexo que forma parte de las instalaciones gubernamentales, cuyo epicentro es el casi contiguo número 10 de Downing Street. Basta descender unos cuantos metros para encontrarse con un largo corredor con apariencia de pasillo de submarino del que cuelgan dos apéndices a modo de escuetos brazos de un conjunto de habitaciones y cubículos con forma de U panzuda y abierta. Coincidiendo prácticamente con el primer recodo hay una estancia cuadrangular de apenas cinco metros de lado con paredes formadas por mamparas de color beige y vigas descubiertas de color rojo sujetando el techo. La práctica totalidad de la habitación está ocupada por una mesa de madera dispuesta a modo de cuadrilátero con una especie de "pozo" o agujero central del que cuelgan media docena de luces con forma de campana. En torno a la mesa hay una veintena de sillas de madera con el asiento y los reposabrazos tapizados en cuero verde. Dentro del "pozo", otras tres sillas idénticas dan la cara al lugar destinado a la presidencia, sólo reconocible por un sillón de respaldo más alto y por la caja de color rojo y asas doradas depositada sobre la mesa. Cuando Winston Churchill visitó ese refugio subterráneo poco después de ser elegido primer ministro en aquel tremendo mayo de 1940, en el que todo parecía preludiar un imparable descenso a los infiernos, era perfectamente consciente de lo que se le venía encima e hizo un anuncio a sus colaboradores de reminiscencias evangélicas acorde con las circunstancias: "Desde esta sala dirigiré la guerra."
Tú eres Winston y desde esta sala dirigirás la guerra. Quede advertido el lector desde este momento de que los centenares de páginas que componen el relato de Churchill de la segunda guerra mundial están impregnados de ese sentido de misión histórica, casi sobrenatural, que él cree que le ha sido encomendada; que cuando recibe a De Gaulle en Inglaterra como "L’homme du destin", en realidad está proyectando sobre él su propia noción de sí mismo; y que ese mandato del más allá en defensa del racionalismo democrático, situado contra las cuerdas en los primeros compases de la guerra por la alianza del nazismo y el comunismo, proporciona al relato elementos subjetivos fascinantes. Es el caso de cuando describe con amarga ironía la situación de las masas soviéticas tras la traición de Hitler y la invasión de Rusia en la "Operación Barbarroja": "Los veo protegiendo las casas donde rezan las madres y las esposas (pues sí, hay momentos en los que todos rezan) por la seguridad de sus seres queridos."
Esa estancia rectangular en los sótanos de Whitehall, desde entonces llamada sala del gabinete de Guerra, en la que habría de reunirse nada menos que 115 veces lo que hoy llamaríamos "núcleo duro" del gobierno de unidad nacional formado al estallar el conflicto, se conserva intacta y da buena idea de la posición de inferioridad y resistencia numantina a la que quedó reducida, tras la caída de Francia, la última potencia democrática de Europa, obligada a aguantar —durante año y medio en patética soledad— la feroz embestida nazi. En las tres sillas del "pozo", de cara al primer ministro y a su adjunto, el líder laborista Clement Atlee, y dando la espalda al menos a la mitad de los restantes congregados, se sentaban los jefes de Estado Mayor del Ejército, la Marina y la heroica RAF. La caja roja contenía los documentos de Estado que Churchill consideraba oportuno manejar y de las paredes sólo colgaba, y cuelga, un mapamundi de apariencia escolar y un clásico reloj de números romanos.
Tratando de aprovechar al máximo las posibilidades didácticas del recinto, el reloj permanece detenido a las 16.48 del 15 de octubre de 1940, momento en que comenzó una de las más tensas reuniones del gabinete de Guerra; mientras Londres sufría la peor semana de bombardeos desde el comienzo del Blitz alemán y un proyectil estallaba en los propios escalones de Clive. Tal como el lector podrá descubrir en este deslumbrante volumen, cuarenta y ocho horas después de esa reunión Churchill, su esposa y un grupo de amigos tendrían que abandonar precipitadamente el comedor del último piso de Downing Street después de que una bomba destruyera por completo la cocina. "Llama la atención que no hubiera habido más que 500 muertos y un par de miles de heridos", escribe sir Winston al hacer balance de lo ocurrido aquella noche.
Sesenta y un años después de estos hechos, los sucesos del 11 de septiembre de 2001 han vuelto a convertir a Churchill en fuente de inspiración y ejemplo. El número de víctimas mortales en Nueva York fue catorce veces más cuantioso que el de aquella noche aciaga en Londres y el impacto psicológico, la sensación de amputación que produjo el desmoronamiento de las Torres Gemelas, excedió con mucho cualquier otro precedente de destrucción urbana, tal vez con la excepción de la bomba de Hiroshima. Aunque en el otro lado de la balanza no existía el riesgo de una invasión que obligara a capitular o a doblegarse ante el yugo enemigo, desde el primer momento en medio de la sensación de impotencia y angustia que siguió a los ataques terroristas, los líderes políticos de ambos lados del Atlántico buscaron puntos de referencias sobre cuál debía ser su comportamiento y en seguida encontraron a Churchill.
En Estados Unidos tanto el alcalde Giuliani como el propio Bush lo citaron en sus discursos y en Gran Bretaña Tony Blair hizo cuanto estuvo en su mano para coger el testigo de un ejercicio del liderazgo basado en desechar cualquier alternativa que no fuera la confrontación sin tregua hasta conseguir la victoria. De esta manera la figura cenital del siglo XX se ponía otra vez de moda en la primera gran crisis del XXI, como antecedente directo de las dos cualidades esenciales que los ciudadanos esperan ver en sus gobernantes cuando se desencadena una situación límite: claridad de ideas para entender lo que está en juego y capacidad expresiva para transmitirlo.
Nada más tomar posesión advirtió al Parlamento que sólo podía ofrecer "sangre, sudor, lágrimas y fatiga", pero advirtió que lo que se dirimía no era sólo el dominio de Europa sino el futuro de la civilización humana. Cuando la Francia cobarde de Pétain se arrastraba ya en pos del armisticio y el Cuerpo Expedicionario británico era evacuado in extremis de Dunkerque, Churchill se dirigió al país a través de la BBC en el más legendario de sus mensajes: "Combatiremos en Francia, combatiremos en los mares y los océanos, combatiremos cada vez con mayor confianza y fuerza en el aire; defenderemos nuestra isla a cualquier precio. Combatiremos en las playas, en los lugares de desembarco, en los campos y en las calles; combatiremos en las montañas; no nos rendiremos jamás."
Durante casi una década Churchill había clamado en el desierto del "apaciguamiento" contra la condescendencia frente al rearme alemán y ahora que, tras el fiasco de Múnich, la destrucción de Checoslovaquia, la invasión y el reparto de Polonia, la caída de Bélgica, Holanda, Noruega y Francia, el tiempo le había dado apocalípticamente la razón, su voz tenía el crédito de un viejo profeta bíblico cuyas sombrías predicciones se hubieran materializado en vida. Pero tenía además la vibración, la energía, la inteligencia y la sutileza de un maestro de la comunicación y del lenguaje. Prácticamente en el otro extremo del pasillo subterráneo, en la habitación 60 izquierda, se conserva el estudio radiofónico de emergencia desde el que Churchill emitió varios de sus mensajes a través de la BBC en los momentos más duros de los bombardeos. Como han reconocido incluso sus críticos menos condescendientes, era un maestro en el arte de "mandar las palabras al combate" y ésa fue un arma extraordinariamente eficaz cuando en los primeros compases de la guerra la correlación de fuerzas era completamente adversa a los británicos en todos los demás ámbitos.
Fue en esos momentos en los que la democracia estuvo al borde de la extinción en Europa cuando, según el gran filósofo Isaiah Berlin, Churchill "impuso su voluntad y su imaginación sobre la de sus compatriotas", mitificándolos hasta el punto de que "al final ellos se aproximaron a su ideal, empezaron a verse a sí mismos como él los veía y los cobardes se transformaron en valientes".
Tras los designios políticos, diplomáticos y militares que entraron en colisión en la mayor contienda de la historia de la humanidad, él siempre vio un pulso en términos morales y tal vez por eso el prolijo relato de los hechos va precedido de una sucinta moraleja de proyección tanto individual como colectiva: "En la guerra, determinación; en la derrota, resistencia; en la victoria, magnanimidad; en la paz, conciliación."
Siendo atractivas a más no poder todas las demás dimensiones del Churchill primer ministro y comandante en jefe —como de hecho lo es su polifacética biografía anterior a estos hechos—, fue su actitud "resistente" en la derrota y ante el riesgo de la completa destrucción del mundo y la civilización en la que creía, ese desgarrador rugido de aguante y empecinamiento de la primavera y el otoño del 40, lo que hará trascender su memoria mucho más allá de la de sus contemporáneos. Tal vez por eso, de los seis libros que componen la obra original resumida en estos volúmenes, mi favorito sea el segundo, el titulado "Solo".
Es la crónica de sus visitas relámpago a Francia antes y después de que el primer ministro Reynaud le despierte en la madrugada del 15 de mayo para comunicarle: "Hemos sido derrotados"; antes y después de que el general Gamelin confiese ante su estupefacción —"fue una de las mayores sorpresas que me llevé en la vida"— que el ejército francés carece de fuerzas de reserva para frenar el avance de los blindados alemanes; antes y después de que la camarilla derrotista aglutinada por Pétain pronostique que "en tres semanas a Inglaterra le retorcerán el cuello como a un pollo".
Es la crónica de la evacuación de Dunkerque, que tanto alivio proporcionó en medio del desastre y que él sólo quiso magnificar en sus justos términos: "Las guerras no se ganan con evacuaciones." Es la crónica de la agónica decisión de destruir la flota francesa para impedir su captura por los alemanes. Y, sobre todo, es la crónica de la batalla de Inglaterra, en la que "jamás tantos le debieron tanto a tan pocos" —de nuevo las palabras al combate— y donde Churchill lideró a sus compatriotas hacia su "hora mejor".
Entre los incontables pasajes que por si solos aconsejarían la lectura de este libro está, por cierto, la descripción en primera persona de uno de los combates
aéreos más decisivos entre la RAF y la Luftwaffe, seguido en directo por Churchill y su esposa desde el cuartel general de uno de los escuadrones británicos implicados que habían acudido a visitar. Como ha subrayado uno de los grandes especialistas en historia militar del siglo XX, John Keegan, ni Hitler, ni Stalin, ni Roosevelt, ni ningún otro protagonista de la segunda guerra mundial nos ha legado una pieza equivalente de lo que, por utilizar la referencia de la sección habitual en la última página del diario EL MUNDO, hoy llamaríamos un "testigo directo".
Cuando los peores bombardeos pasan y queda claro que Hitler, obligado ya a desviar gran parte de su poder bélico hacia el frente del Este, no logrará doblegar a Gran Bretaña desde el aire, Churchill no canta victoria —eso sólo empezaría a hacerlo dos años más tarde, tras la batalla de El Alamein—, pero sí hace una loa al éxito de su resistencia: "No habíamos fallado. El alma de la raza y el pueblo británico habían demostrado ser invencibles. El baluarte de la Commonwealth y el imperio no pudo ser tomado por asalto. Solos, aunque con el apoyo de todos los latidos generosos de la humanidad, desafiamos al tirano en el momento culminante de su triunfo."
Churchill es suficientemente generoso como para repartir el mérito de esa "soledad desafiante" entre todos los miembros de su Gobierno de unidad nacional, hasta el extremo de falsear la verdad de lo que ocurrió en la encrucijada de mayo del 40. Concretamente, el Capítulo ocho del Libro segundo titulado "La agonía de Francia" comienza con la siguiente afirmación: "Es posible que a las generaciones futuras les parezca digno de mención el hecho de que la cuestión suprema de si debíamos seguir luchando solos nunca figurara en el orden del día del gabinete de Guerra. Estos hombres pertenecientes a todos los partidos del Estado lo daban por supuesto y como norma, y nosotros estábamos demasiado ocupados para perder tiempo con cuestiones tan académicas e irreales."
Pues bien, eso no es cierto. Cuando Churchill lo escribió, condicionado sin duda por su objetivo de pasar a la historia con esa "magnanimidad en la victoria" que predicaba, no había nadie dispuesto a desmentirle. Pero la reciente desclasificación de las propias actas de aquellos consejos de ministros, tal como han sido analizadas en el libro de John Lukacs Five Days in London. May 1940 (Yale University Press), demuestra que los apaciguadores de Múnich intentaron reproducir su política pactista aun cuando los hechos ya les habían desautorizado clamorosamente.
La punta de lanza no fue Chamberlain, enfermo y angustiado, sino el ministro de Asuntos Exteriores lord Halifax, cuyo asiento en el cuadrilátero de la sala del gabinete de Guerra también puede ser perfectamente identificado por el visitante. Según consta en los documentos correspondientes a las reuniones del 26 y 27 de mayo —con la suerte del Cuerpo Expedicionario británico aún pendiente del débil hilo que representaba la flotilla de barcos de toda laya congregada ante las playas de Dunkerque— el titular del Foreign Office planteó formalmente la mediación de Mussolini para lograr una paz separada con Alemania. ¿Si tuviera constancia
de que "los asuntos vitales para la independencia de este país no se verían afectados", estaría Churchill —el entrecomillado es literal— "dispuesto a discutir tales términos"?
A la maniobra envolvente urdida en connivencia con la embajada italiana, Churchill respondió con una salida en tromba al convocar el martes 28 el pleno del consejo de ministros y anunciar ante sus colegas que no entablaría "ni directa ni indirectamente" negociaciones con la Alemania nazi, sino que Inglaterra, por el contrario, continuaría luchando "no importa lo que suceda en Dunkerque". Después se dirigió al Parlamento para advertir de que el futuro de la civilización occidental y el propio concepto de libertad estaban en juego y por tanto "nada de lo que suceda en esta batalla puede exonerarnos, en modo alguno de defender la causa mundial con la que nos hemos comprometido".
Fueron dos intervenciones vigorosas que galvanizaron a los convencidos y convencieron a los más tibios, de forma que Churchill pronto pudo escribir, esta vez con total sinceridad: "Estaba seguro de que todos los ministros estaban dispuestos a morir en seguida, y a perder a sus familias y a sus bienes antes que rendirse."
Fue la lectura de esas actas del gabinete de Guerra, que prueban que la soledad de Churchill en el escenario internacional se hubiera perpetuado también en el doméstico de no haber sido por su firmeza y elocuencia, lo que a finales de 2000 me impulsó a proponer a mis compañeros del consejo de redacción de EL MUNDO que lo eligiéramos Hombre del siglo XX. De haber flaqueado también él, Gran Bretaña habría sido finlandizada, los aislacionistas se habrían impuesto en la política norteamericana y Hitler hubiera podido concentrar todas sus fuerzas en subyugar a Rusia, mientras la democracia parlamentaria se convertía en una reliquia inoperante en Europa. Ninguno de los habitantes de las dictaduras mediterráneas habríamos tenido durante la segunda mitad del siglo una referencia cercana de liberalismo político y económico sobre la que apalancar nuestras ilusiones de modernización y progreso.
Nada de esto significa que Churchill fuera un dechado de perfecciones ni como ser humano ni como político. Basta leer los escasos párrafos que la obra dedica a la guerra civil española para darse cuenta de cómo sus prejuicios cegaban a menudo su capacidad de apreciación de la realidad. Era además un hombre cuyos estados de ánimo oscilaban a menudo entre los delirios de grandeza y los ataques de depresión que él mismo había bautizado como el "perro negro". Influido sin duda por esas oscilaciones de humor, en algunos momentos culminantes del relato se aprecia incluso cierta delectación morbosa en la hipótesis de que la civilización británica pueda ser barrida del mapa por los nazis como lo fue Cartago por los romanos. Así, en su último viaje a París antes de la ocupación alemana llega a argumentar ante sus homólogos franceses, en términos paradójicamente wagnerianos, "que la civilización de Europa occidental, con todos sus logros, tuviera un fin trágico pero espléndido sería preferible a que las dos grandes democracias siguieran adelante, pero desprovistas de todo lo que hace que valga la pena vivir la vida".
En este escenario de crepúsculo de los dioses estremece constatar cuál era el eslogan que, según él mismo revela, tenía Churchill preparado para arengar a los británicos hacia el último sacrificio en el caso de que se consumara la invasión alemana: "Siempre podrás llevarte a uno de ellos por delante." No es de extrañar que al recordar esos momentos escriba muy pocos años después: "Era una época en la que era igual de bueno vivir que morir."
Probablemente sin esa política de "victoria a cualquier precio" hubiera sido imposible convertir a los alegres y confiados británicos de un lustro atrás en los engranajes de una eficiente maquinaria bélica. Sobre esa milagrosa metamorfosis Churchill reflexiona a partir de una conocida cita del autor de La caída del imperio romano, su historiador favorito Edward Gibbon, al que ni siquiera necesita nombrar: "la historia que, según nos cuentan, es fundamentalmente la constancia de los crímenes, las locuras y las miserias de la humanidad para encontrar un paralelismo de esta repentina y completa inversión de una política de cinco o seis años de pacificación complaciente y conciliatoria y su transformación, de la noche a la mañana, en la disposición a aceptar una guerra obviamente inminente en condiciones mucho peores y a una escala mucho mayor."
De haber fracasado en su empeño, Churchill no habría sido el salvador de la democracia, pero sí un heroico mártir por su causa. Ególatra e individualista como era, hasta el extremo de resultar vitriólico con quienes incurrían a sus ojos en el leso pecado de la mediocridad, toda su rebeldía e inconformismo se plegaba automáticamente ante las reglas sagradas del parlamentarismo. Deslumbra y estremece al mismo tiempo repasar la escrupulosidad con que en el epicentro mismo de la guerra, mientras sus adversarios gobernaban de forma tan tiránica como expedita, afrontó como primer ministro una moción de censura con sus correspondientes debates y votaciones. Fue en el transcurso de ésta cuando rechazó la idea de que un miembro de la familia real fuera nombrado comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, porque "sería un sistema muy diferente de éste en que vivimos" y "podría convertirse fácilmente en una dictadura".
Nadie puede negar que este gran líder político creía las cosas que decía. En noviembre de 2000 tuve la suerte de asistir en el Royal Albert Hall de Londres a un concierto conmemorativo del 60 aniversario de la visita que Churchill realizó a su antiguo colegio de Harrow —el eterno rival de Eton en la educación de los gentlemen británicos—, precisamente en noviembre del 40, cuando más de punta caían los chuzos de la Luftwaffe, para cantar las viejas canciones de su infancia. Su secretario Jack Colville, también ex alumno del colegio, le había sorprendido más de una vez tarareándolas y pensó que una visita a su alma máter —situada en una colina a las afueras de Londres que también había sufrido los rigores del Blitz— le pondría de buen humor y reforzaría su determinación a resistir.
Escuchando a un coro de cientos de muchachos de entre trece y diecisiete años entonar las que desde entonces quedaron bautizadas como Churchill songs, no me fue difícil entender por qué funcionó esa medicina. Las canciones de Harrow no sólo ensalzan la gloria y el honor del colegio, no sólo recrean con aguda ironía los pasajes más pintorescos de la rutina escolar, sino que despliegan en sus letras el mejor homenaje a los valores básicos que toda sociedad debe poder movilizar, hoy como ayer, en las situaciones límites. Aunque sus acordes debieron de tener un timbre menos solemne que el que proporcionaba el espectacular órgano del Royal Albert Hall, es perfectamente comprensible el significado que en plena batalla de Inglaterra tuvo que suponer para Churchill, por ejemplo, escuchar una canción escrita a finales del XIX en la que se proclama: "La voz del deber está llamando claramente/mandando a los hombres comportarse con valentía/que nuestra respuesta sea: ¡Estamos aquí!/venga lo que sea/ bueno o malo/responderemos: ¡Estamos aquí!".
¿No son acaso obvias las reminiscencias de ese "venga lo que sea" y ese "la voz del deber está llamando" en el "no importa lo que suceda" que esgrimió ante el gabinete de Guerra y en el "nada puede liberarnos de nuestro deber" que enarboló en el Parlamento?
El concierto del Royal Albert Hall, que tuvo como invitada y chispeante oradora de honor a la única hija viva de Churchill, Mary Soames, comenzó con una canción titulada con el lema latino de Harrow School "Stet Fortuna Domus": "Que la Fortuna Permanezca en la Casa." No es difícil imaginar por qué un hombre tan impregnado del sentido de la predestinación, tan sensible a toda manifestación de "pompa y circunstancia", y tan aficionado al buen oporto y al champán Pol Roger, se sentía identificado por partida triple con su primera estrofa: "Les rogamos que llenen sus vasos caballeros,/y beban por el honor de Harrow,/que la Fortuna siga visitando la Colina/y la Gloria permanezca sobre ella". Probablemente por eso, con motivo de su visita en ese terrible otoño del 40, se introdujo una nueva estrofa que resultó premonitoria: "No alabamos menos en días más duros/al líder de nuestra nación,/y el nombre de Churchill merece ser aclamado/por cada nueva generación".
La obsesión de Churchill por labrar el recuerdo que quedaría de él después de su muerte nunca le consoló demasiado de los amargos reveses que sufrió durante su vida. Atacado por el "perro negro" del mal humor, su primer refugio era siempre un sentido cáustico de la ironía. Baste como muestra el elocuente botón que el relato de su inesperada derrota electoral del 26 de julio de 1945 esté incluido en el último capítulo del segundo volumen de esta obra titulado "La bomba atómica". Y es que para Churchill el ser rechazado por sus compatriotas en las urnas tras haberles guiado heroicamente hasta la victoria debió de tener el mismo efecto devastador que las bombas de plutonio arrojadas pocos días después sobre Hiroshima y Nagasaki tuvieron sobre Japón. Tanto es así que cuando su esposa le dice aquella tarde en su casa de campo de Chartwell que la derrota electoral puede ser "una bendición disfrazada", él replica ácidamente: "Pues por el momento parece muy bien disfrazada."
Aunque probablemente ella estuviera pensando más bien en la vida familiar y los trabajos de albañilería y jardinería a los que tan aficionado era Churchill, la "bendición disfrazada" se materializó pronto en esta obra. Sin esa derrota electoral que él consideró de nuevo como el final de su vida política —volviéndose a equivocar, pues aún regresaría una vez más al poder— no habría podido escribir esta memoria monumental con los recuerdos frescos y en plenitud física y mental.
Aunque es obvio que fue gracias a estas memorias de la segunda guerra mundial por lo que Churchill consiguió el Nobel de Literatura, sus libros anteriores, y muy especialmente las biografías de su padre Randolph Churchill y de su antepasado Marlborough —el "Mambrú" de nuestras canciones infantiles— ya le hubieran merecido un lugar de honor en la historiografía moderna. Fiel al estilo de sus admirados Macaulay y Gibbon, Churchill construye el relato como un atractivo entramado sintáctico y hasta fonético, en el que siempre hay una oración subordinada que ilumine la narración de los hechos con un pasaje anecdótico o una digresión filosófica.
La credibilidad de la historia contada en primera persona alcanza en estos volúmenes uno de sus mayores hitos. Sólo por los retratos de los grandes protagonistas de la crisis mundial tratados de tú a tú —Ribbentrop, Mólotov, Roosevelt, Stalin, Truman— ya merecería la pena esta narración en la que el profundo conocimiento que el autor tenía de las técnicas bélicas se traduce también en algunas de las mejores páginas de historia militar jamás escritas.
Pero lo que hace de este libro algo único es el testimonio de la resistencia, recuperación e imparable avance de la voluntad humana al servicio de la democracia y la libertad en el más grandioso escenario de destrucción, gloria y tragedia que ha producido nunca nuestra civilización. Si tuviera que elegir un solo pasaje dentro de tan interminable retablo de situaciones únicas, me quedaría con la descripción del servicio religioso celebrado en una bahía de Terranova a bordo del Príncipe de Gales con motivo del primer encuentro con Roosevelt en agosto de 1941. Tras describir la escena con las banderas de los dos países bajo un púlpito ante el que se mezclaban marinos de ambas nacionalidades y recordar que fue él quien eligió personalmente los himnos, Churchill añade: "Cada una de aquellas palabras parecía conmocionar el corazón. Era una gran hora para vivir. Casi la mitad de los que cantaban habrían de morir pronto".
Casi consecutiva a esta estampa es la narración del que sin duda es el punto de inflexión del relato como lo fue del conflicto bélico. Churchill recuerda como el domingo 7 de diciembre estaba en su residencia oficial de Chequers con el enviado especial norteamericano Averell Harriman cuando oyeron en la BBC las primeras noticias del ataque japonés a Pearl Harbour. Una llamada personal a Roosevelt le confirmó lo ocurrido. A la mañana siguiente, el propio primer ministro entregaba una carta al embajador japonés, por la que Gran Bretaña declaraba la guerra a su país. Concluía con el más versallesco de los lenguajes: "Tengo el honor de ser, con alta consideración Señor, su obediente servidor, Winston S. Churchill." Tras lo cual, el mordaz incorregible que afloraba cada vez que este hombre tomaba la palabra o cogía la pluma no puede dejar de acotar: "A algunas personas no les gustó este estilo ceremonial. Pero después de todo cuando tienes que matar a un hombre no cuesta nada ser educado."
Lo significativo es que Churchill no puede ocultar su júbilo al constatar cómo la agresión japonesa va a eliminar todos los obstáculos para que Roosevelt entre en la guerra y cómo los hechos van a ceñirse a su anhelado guión según el cual los "dos grandes pueblos de habla inglesa" impondrían su voluntad, su nivel de desarrollo y su capacidad demográfica e industrial a los totalitarismos coligados contra ellos. Esa noche dice Churchill que durmió "el sueño de los salvados y los agradecidos". Un centenar de páginas después, tras el feliz desenlace de su difícil primer encuentro con Stalin, va más lejos y recuerda como en la Villa Estatal número 7 de las afueras de Moscú, "dormí larga y sonoramente".
En su extensa y variopinta trayectoria Churchill lo hizo todo con ruido, hasta el extremo de que esos ronquidos, de los que tanto se vanagloriaba, bien pueden servir de metáfora de cuanto irritó y molestó a gran parte de sus contemporáneos. Pero la dramática encrucijada que fue capaz de afrontar y resolver vino a demostrarles a todos que, en definitiva, uno de los atributos de un guardián eficaz es hacer, de día y de noche, cuanto ruido sea necesario. Y que el ruido fastidioso de un político cascarrabias y aguafiestas, empeñado en gruñir a contracorriente, puede convertirse de repente, por mor de los acontecimientos y con el respaldo de un pueblo dispuesto a aferrarse a la defensa de sus valores, en el desafiante rugido de un león tenaz hasta la victoria.


PEDRO J. RAMÍREZ
Octubre de 2001
"Asturias... puntería natural..."

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Y cómo no, más palabras al combate: sé que hay más de uno que me cortaría las pelotillas si no incluyo esta preciosidad (por cierto, tengo una antología suya de 1858: ¡me costó 1500 pesetas hace no mucho tiempo!. Librería Vetusta, un poquito más abajo del teatro Arango, en Gijón, el mismo sitio donde encontré una segunda edición de "Trafalgar", de Pérez Galdós: nada menos que de 1872)


Canción del pirata

José de Espronceda

Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, El Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.

La luna en el mar riela
en la lona gime el viento,
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;
y va el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Istambul:

Navega, velero mío
sin temor,
que ni enemigo navío
ni tormenta, ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.

Veinte presas
hemos hecho
a despecho
del inglés
y han rendido
sus pendones
cien naciones
a mis pies.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Allá muevan feroz guerra
ciegos reyes
por un palmo más de tierra;
que yo aquí tengo por mío
cuanto abarca el mar bravío,
a quien nadie impuso leyes.

Y no hay playa,
sea cualquiera,
ni bandera
de esplendor,
que no sienta
mi derecho
y dé pecho a mi valor.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

A la voz de "¡barco viene!"
es de ver
cómo vira y se previene
a todo trapo a escapar;
que yo soy el rey del mar,
y mi furia es de temer.

En las presas
yo divido
lo cogido
por igual;
sólo quiero
por riqueza
la belleza
sin rival.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

¡Sentenciado estoy a muerte!
Yo me río
no me abandone la suerte,
y al mismo que me condena,
colgaré de alguna antena,
quizá en su propio navío.
Y si caigo,
¿qué es la vida?
Por perdida
ya la di,
cuando el yugo
del esclavo,
como un bravo,
sacudí.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Son mi música mejor
aquilones,
el estrépito y temblor
de los cables sacudidos,
del negro mar los bramidos
y el rugir de mis cañones.

Y del trueno
al son violento,
y del viento
al rebramar,
yo me duermo
sosegado,
arrullado
por el mar.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
Última edición por Castorp el 02 Jun 2005 02:35, editado 1 vez en total.
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Vaya, has copiado lo tuyo. :D :D :D
No soy aficionado a la poesia, pero creo que has hecho una buena recopilacion. :wink:
Navegando las tormentas como mejor se puede.
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Mix-Martes86 escribió:Vaya, has copiado lo tuyo. :D :D :D
Claro, Mix :D :D :D
Si lo hubiese escrito a mano me da un jamacuco, jejeje...
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Castorp escribió:Claro, Mix :D :D :D
Si lo hubiese escrito a mano me da un jamacuco, jejeje...
:lol: :lol: :lol: :lol: :lol:
Navegando las tormentas como mejor se puede.
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