El souvenir (relato de cosecha propia)

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Bill Bones
Leutnant der Reserve
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Registrado: 17 Feb 2007 01:00

El souvenir (relato de cosecha propia)

El souvenir


Creo que nunca olvidaré el día que cumplí 15 años. Mi padre me había avisado de que aquél día iba a explicarme algo importante que sólo podían explicarme una vez que fuera lo bastante mayor. Se harán la idea de qué temores albergaba yo al respecto de esa charla, sobre todo miedo de descubrir hasta qué punto podrían ser mis padres mojigatos en cuestiones de sexo, pero al final resultó que no iba por ahí la cosa.

No, el tema en cuestión era tan delirante que dejó un recuerdo imborrable en mí… verán, aquél día y por si acaso, mis padres me explicaron que había un cadáver enterrado en el jardín. O, mejor dicho, parte de él: un cráneo humano, para ser exactos.

Bien, hay gente que tiene cosas raras en el jardín. Hay quien planta cebollas, hay quien tiene fuentes con luces de colores, hasta hay quien tiene esos abominables enanos de piedra sintética… nosotros, bien, teníamos una calavera bajo la línea de brezos que plantó mi abuelo para separar el garaje del jardín. Me explicaron la situación por si algún día había que hacer obras en el jardín, y poder desenterrarla y devolverla a lugar seguro… dentro de una vieja caja fuerte lastrada con plomo para que no flotara en caso de inundación… (ya les dije que era delirante). Pero, al caso: tenían que explicarme también por qué teníamos esa calavera, su historia, y eso es precisamente lo que voy a contarles más o menos como me lo contaron a mí…

Mi abuelo fue a la guerra. No le fue mucho mejor ni peor que a nadie hasta 1944, cuando los aliados invadieron Francia y los rusos se lanzaron sobre Alemania… mi abuelo y su unidad se vieron en el camino de ese ejército, atrincherados cerca de lo que quedaba de un pueblecito ruso. Había caído la primera nieve, pero para entonces tenían una buena y sólida línea de trinchera. Habían tendido alambradas de espino en profundidad de 30 metros, e incluso habían podido diseminar unas cuantas minas en el perímetro exterior. Disponían de ametralladoras y un par de 88 antitanque, todo ello cubriendo una encrucijada de carreteras por la que algún día no muy lejano debían acercarse los rusos. Todo relativamente tranquilo y normal. Mi abuelo había sido ascendido a sargento y hasta tenía una cruz de hierro de segunda clase, ganada en un asalto particularmente virulento. Había salido del ataque sin un rasguño a pesar de que su pelotón había limpiado dos nidos de ametralladora. Su sargento murió y él ocupó el puesto vacante. Aún seguían con el mismo teniente y en general su pelotón era de los “veteranos”. Esto es importante, porque esa gente ya llevaba bastante guerra a sus espaldas el día que todo se torció.

Estaba anocheciendo cuando los vieron. Un grupo de hombres avanzaba entre la penumbra, al pie de los árboles, a unos 500 metros de la posición donde estaba mi abuelo. Al principio era un puñado, pero pronto vieron a más o menos una cincuentena de hombres, caminando tranquilamente hacia la línea de trincheras. Sus ropas eran blancas pero llevaban abrigos oscuros. No parecían alemanes, no. Fueron acercándose a media que caía la luz. A veces desaparecían tras alguna irregularidad del terreno, pero seguían acercándose, tranquilamente. Era como si no vieran que un par de cientos de alemanes y una docena de ametralladoras estaban con los ojos y las bocas de fuego fijos en ellos. No se oía ruido de tanques, ni tampoco voces, ni ninguno de los ruidos que hacen los rusos… simplemente, se acercaban en silencio. El que dijera que no tenía los pelos de punta por lo que pudiera significar aquello, mentía. El teniente miraba a los hombres con sus prismáticos, los bajaba, volvía a mirar, y entonces se dio cuenta de que convergían, más o menos, hacia el nido defendido por su pelotón. El de mi abuelo. Los hombres, apenas visibles en la oscuridad que se cernía, alcanzaron el borde exterior del campo de minas. La orden del teniente fue disparar en cuanto estallara la primera mina y los rusos se supieran atrapados. Suponiendo que fueran rusos, aunque ¿qué otra cosa iban a ser?

Aún tuvieron bastante luz para ver que los hombres de adentraban en el campo de minas, uno a uno. Y siguieron avanzando… sin que estallara ninguna mina. Llevaban medio campo y estaban a menos de 100 metros de las trincheras cuando el teniente ordenó abrir fuego. La ametralladora disparó cerca de 30 cartuchos y se atascó; bastó para que tres o cuatro de los hombres se perdieran de vista. Pero los demás siguieron avanzando, de pie, tranquilamente, como si sus compañeros no acabaran de ser derribados… en ese momento salieron disparadas dos bengalas y otro nido abrió fuego desde un flanco, y entonces las ametralladoras barrieron la fila de hombres entre los enloquecidos reflejos de las bengalas, y ya no quedó ningún ruso en pie.

Los hombres se golpeaban las espaldas, algunos hacían chistes, pero el teniente estaba serio. Mi abuelo también. Algo no cuadraba, y en la guerra, las cosas que no cuadran son malas hasta que se demuestre lo contrario. Se miraron y dijeron:

- Ahora es cuando nos caen encima tropocientos rusos con tanques…
- ¿Ha visto caer alguno de los rusos?
- ¿Eh?
- ¿Perdón, mi teniente?
- ¿Qué dice de si he visto caer a los rusos, sargento?
- Mi teniente, creo que yo no he visto caer a ninguno de esos rusos, señor…
- Pues ya no están, sargento.

Bueno, razón no le faltaba. Los rusos en pie destacaban mucho, pero con las bengalas agitándose y su luz oscilando, costaba ver algo más que el hecho de que los rusos ya no estaban en pie. Pero mi abuelo decidió dejar en paz al teniente.

Al día siguiente, mi abuelo tomó los prismáticos para ver dónde habían caído los rusos. Buscó detenidamente entre las alambradas y el bosque, entonces vio que no había ningún ruso a la vista. Ni vivo, ni muerto. Ni de pie ni tirado en el suelo. Esa noche no había nevado, así que nada podía haber ocultado los cuerpos –los más o menos 50 cuerpos de rusos que habían sido liquidados en cosa de diez segundos por el fuego de ametralladora. Pero nada. Esta vez sí que molestó al teniente, y pronto quedó claro que ni mi abuelo ni nadie podía ver un solo cadáver por ningún lado. La noticia subió hasta los oídos del capitán, y éste decidió que no le gustaba nada ese acertijo y que alguien iba a ir a averiguar qué música sonaba con tanto ruso loco. Mi abuelo tomó 6 hombres y salió en una patrulla de descubierta.

No tardaron mucho en confirmar que no había rastro de los rusos muertos. Ninguno sabía leer la nieve (que de todas formas era aún una capa delgada), así que no pudieron ver si alguien se había arrastrado en la oscuridad y rescatado los cuerpos… ¡a través de un campo de minas! Para saber más, tendrían que adentrarse entre los árboles. Eso hicieron, avanzando con cuidado hasta el mediodía. Habían ido a buen paso gracias al poco espesor de la nieve y se habían adentrado unos 4 kilómetros sin ver rastro del enemigo. Eso, cabe decir, tampoco les hizo gracia. Era posible que 50 rusos cruzaran un bosque sin hacer ruido, avanzando más de 4 kilómetros, pero, ¿para qué? ¿Para hacerse matar? Iniciaron el regreso con más preguntas que respuestas y un informe de patrulla bastante escueto, hasta que a media tarde, distando dos kilómetros del borde del bosque, oyeron desatarse un infierno en dirección a la encrucijada. Rápidamente se escondieron entre los árboles ya que pudieron ver con claridad varios sturmovik sobrevolando el bosque, mientras en la distancia se sucedían las explosiones de bombas y el tableteo de las ametralladoras. Todo terminó en veinte minutos, e iniciaron una marcha apresurada hacia las trincheras.

Las alcanzaron al cabo de una hora, pero ya antes de verlas podían ver el humo que se alzaba sobre el campamento. Lo que quedaba de él. Lo poco que quedaba…

El ataque había sido demoledor; era obvio que sólo vieron parte de la fuerza atacante, porque la devastación caída del cielo sobre las trincheras había sido total. Todas las armas estaban desmontadas; las trincheras colapsadas en parte; el puesto de mando había recibido sin duda un impacto de alguna bomba pesada, pues el techo se hallaba derribado sobre un cráter. Entre las ruinas de las defensa, un poco por todas partes, estaban los cuerpos de su compañeros, sepultados, derribados, troceados algunos, irreconocibles otros… pero lo que no vieron fue supervivientes. Ni siquiera heridos. Recorrieron la zona en busca de compañeros, pero no había nada que hallar; era obvio que los supervivientes habían huido hacia la retaguardia, llevando a los heridos. No podían estar lejos ya que los camiones también habían recibido lo suyo. El teniente se hizo cargo de la situación rápidamente y les ordenó que recogieran provisiones. El destino más probable para la unidad en retirada era la avanzada de la división, donde había un hospital. Eran 35 kilómetros de marcha y el punto más crítico era un puente, el único en varios kilómetros de desolada naturaleza rusa. Con la promesa de que podrían descansar protegidos por la guarnición del puente y obtener noticias de los supervivientes de la unidad, emprendieron la marcha en las últimas luces del día.

La marcha de noche fue penosa; hicieron un descanso por hora, mientras oían pasar aviones, y abandonaron la carretera. En la distancia se oyeron descargas de artillería y se hizo obvio que el frente se estaba activando. La idea de que los rusos –esta vez sí- pudieran estar pisándoles los talones les mantuvo despiertos durante la noche inacabable; pero cuando alcanzaron el puente, poco antes de amanecer, vieron que esa guarnición también había sido atacada. Exhaustos y atemorizados, el teniente ordenó formar una guardia y se cobijaron como pudieron para dormir un par de horas antes de reemprender la marcha. Mi abuelo apenas había cerrado los ojos cuando oyeron aviones y tuvieron que huir; era obvio que los rusos se acercaban. Cuando empezó a nevar, su moral quedó por los suelos. Al anochecer de aquel día estaban a unos 10 kilómetros de la avanzada, y sus ánimos y estado físico eran tan malos que apenas notaron con indiferencia que no habían visto ningún rastro de los supervivientes de su unidad; era como estar solos, pero tras dos días de marcha y sin apenas dormir, la posible persecución por un avance ruso pasó a segundo plano. Mi abuelo se puso a dormir y pensó que no iba a importar mucho si no despertaba.

O eso pensaba, hasta que oyó el ruido de un ejército en marcha, ruidos de tanques entre los árboles, y el teniente que ordenaba retirarse. No tardaron en averiguar que su posición era mala: dos avances rusos estaban confluyendo sobre el bosque, y pronto se vieron mezclados en una escaramuza procedente de su flanco. Sin ametralladoras, lanzaron un flanqueo que tuvo un éxito moderado, forzando la huída de los rusos –apenas un pelotón, como ellos-, pero era obvio que tendrían que correr, y mucho, para salir vivos de aquel bosque. En medio de la oscuridad, corrieron por sus vidas, hasta caer en una emboscada…

Mi abuelo logró huir, aunque vio caer a por lo menos dos compañeros. Huyó presa de un terror atroz, desesperado, y cuando tropezó con un soldado ruso le disparó sin parar de correr, arrollándolo con dos balazos y sus ansias locas de seguir viviendo. El ruso cayó malherido, con cara de espanto, y mi abuelo siguió corriendo mientras el aire gélido le cortaba la garganta como cuchillas y todo su cuerpo ardía, y entonces dejó de oír pasos y voces y vio que de algún modo había esquivado el cerco. Se derrumbó en la nieve, boqueando y lagrimeando del esfuerzo, y la sangre batía en sus sienes tan fuerte que apenas podía oír los sonidos del bosque. Al cabo de un tiempo recobró el aliento e intentó orientarse, sin éxito. La nieve seguía cayendo desde el cielo cubierto y avanzó más o menos en perpendicular a la dirección de la emboscada.

La nieve cesó y las nubes empezaron a reflejar tímidamente la aurora, con el reflejo de la nieve. El borde del bosque no podía estar lejos. Entonces, mi abuelo vio una figura entre los árboles. Se escondió y echó una ojeada desde detrás de un árbol. Un escalofrío recorrió su espalda: era un soldado vestido como los de dos días antes, pantalones blancos y abrigo oscuro. Los rusos que él había visto no llevaban ropas blancas todavía –pero el tipo tampoco era alemán, por supuesto. Mi abuelo no podía arriesgarse a disparar, así que lentamente empezó a rodear al ruso. Se le acercó con cuidado, pero al igual que los de dos días antes, aquel ruso no parecía muy interesado en su entorno. Estaba como ido. Entonces mi abuelo lo vio de cerca y notó que no llevaba fusil ni ningún tipo de arma. Mi abuelo se acercó más, y entonces el ruso lo vio.

Se quedó de pie, mirando fijamente a mi abuelo. Mi abuelo le apuntó con el fusil, y entonces el soldado se dio la vuelta y anduvo a paso rápido… no corría… solo se alejaba. Mi abuelo corrió hacia el y entonces notó que el soldado llevaba el pelo largo, recogido en dos trenzas. Y cuando estuvo más cerca, el soldado se desenfocó. Es decir, no se desenfocó, pero fue como si al mirarlo de cerca estuviera… borroso. Entornes el soldado miró a mi abuelo y pudo ver que el soldado llevaba bigote, además del pelo largo… y que sus ojos no tenían blanco. Eran totalmente negros. Mi abuelo se detuvo, sorprendido, y entonces el soldado huyó corriendo. Mi abuelo le persiguió un trecho y entonces el soldado se detuvo de nuevo, mirando fijamente a mi abuelo. Señaló al suelo dos veces. Mi abuelo se acercó y entonces el soldado se esfumó, como cuando pinchas una pompa de jabón…

Mi abuelo se acercó al lugar que señaló la aparición. Asomando entre la hojarasca y la nieve, se veía una punta de hueso. Mi abuelo excavó con las manos y dio con un esqueleto completo, o casi. Sintió un escalofrío y volvió a ver al aparecido, y oyó como el viento entre los árboles susurraba:

- Shemua...
- Chemua…
- Che mua…
- Chez moi…

Mi abuelo cogió el cráneo, terroso y resbaladizo de humedad.

- Chez moi…

El aparecido volvía a ser visible y señalaba entre los árboles. Mi abuelo siguió la dirección indicada. Salió de la arboleda y se dio de cara con un motorista de la Whermach…

Los últimos meses de guerra fueron incomprensibles para mi abuelo. A menudo sentía la presencia del fantasma, y según él siempre fue para su bien. Mi abuelo aseguraba seriamente que aquel espíritu ansioso de regresar a su casa le guió por el camino seguro. Tan seguro que mi abuelo llegó a casa el mismo día que Doenitz anunciaba la rendición. Luego de la guerra quedamos en la RFA, así que a mi abuela no le había pasado nada después de que los aliados llegaran –eran las tropas del general Patton, que se fueron casi tan rápido como habían venido. Vivimos en un pueblecito insignificante…

Según mi padre, mi abuelo nunca volvió a ver al fantasma. Enterró la calavera en el jardín y a su debido momento avisó a mi padre de que estaba ahí y nunca se deshiciera de ella. Verán, había otra parte de esa misma historia. Años después de la guerra, mi abuelo se encontró con su antiguo teniente, que había sobrevivido a todos los avatares de la guerra sólo para enfermar de un cáncer que lo iba matando lentamente. Fue el teniente quien le explicó que, al excavar las trincheras, habían encontrado muchos huesos viejos. Pensaron que debía ser una vieja fosa, tal vez de la guerra civil rusa. Probablemente eso fue lo que despertó a los viejos soldados, quienes a su manera –según mi abuelo- probablemente quisieron avisar que era hora de volver a casa. Pero no sirvió. Mi abuelo y el teniente fueron los únicos supervivientes de la unidad. El ataque aéreo no dejó ningún superviviente, y así fue como se quedaron ahí revueltos los viejos y los nuevos invasores…

Supongo que pensarán que estas historias de fantasmas no tienen sentido. Yo no estoy muy seguro de explicarle lo de la calavera a mi hija, cuando cumpla años a finales de este año. Pero sí sé una cosa. El año pasado la familia fue de vacaciones y yo me quedé en casa. Un fin de semana fui a ver a mi madre en la vieja casa de los abuelos y le dije que iba a desenterrar la calavera. Mi madre accedió pero con la condición de que la devolviera a su lugar.

Y ahí estaba. Cavando en diagonal, hallé la caja fuerte estropeada. Dentro, una caja de latón envuelta en plástico. Dentro, lastres de caña de pescar, de plomo, y una caja menor. Dentro de la segunda caja… un cráneo humano, oscuro y reseco, con la clara marca de un sablazo propinado sobre los ojos y que había hendido el hueso casi hasta las sienes…

¿Fantasma? No lo sé. Mi abuelo paseó esa calavera todo el camino desde Rusia a Alemania occidental. Esa calavera y sus ropas de civil eran todo cuanto poseía al llegar a casa. Si quieren que les diga, parece mucho esfuerzo para un mero souvenir, ¿no?
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