En toda la guerra, Goldstein nunca había visto un campo de batalla parecido a Stalingrado: una ciudad tan terriblemente destruida por las bombas y la artillería, con montones de esqueletos de centenares de caballos descarnados por el hambriento enemigo. Y como siempre, también aquí se encontraban los siniestros policías de la NKVD rusa, que permanecían entre la línea del frente y el Volga, comprobando la documentación de los soldados y disparando contra los sospechosos de deserción.
El violinista Boris Goldstein en la carátula de uno de sus discos
El horrible campo de batalla conmovió a Goldstein y tocó como nunca lo había hecho antes para unos hombres que, obviamente, amaban su música. Y, aunque todas las obras alemanas habían sido prohibidas por el Gobierno soviético, Goldstein dudaba de que ningún comisario protestase durante aquella noche. Las melodías interpretadas por él fueron dirigidas mediante altavoces hacia las trincheras alemanas y, de repente, cesó el tiroteo. En el espectral silencio, la música surgía del inclinado arco de violín de Goldstein.
Cuando acabó, un gran silencio cayó sobre los soldados rusos. Desde otro altavoz, situado en territorio alemán, una voz rompió el hechizo y en un vacilante ruso rogó:
- Por favor, toquen algo más de Bach. Prometemos no disparar.
El mando rojo aceptó la petición. Goldstein volvió a tomar su violín y empezó a tocar una Viva Gavotte de Bach. Incluso los técnicos alemanes acoplaron sus micrófonos para que la música se oyera con mayor nitidez en su lado. Por una hora y media la guerra cesó. Por una hora y media, el infierno de la peor batalla de la historia, se colocó bajo la sombra del paraíso.
