
El mar estaba especialmente calmado aquella tarde en la bahía de Reykjavik, enmarcada por glaciares, columnas humeantes y siempre vigilada por la inquietante figura del volcán Snaefells, donde Julio Verne situó la entrada al centro de la Tierra.

Mi balsa hinchable dejó atrás el submarino surcando unas aguas de colores pastel, acompañada del sonido de aves marinas y de los movimientos de rorcuales y ballenas jorobadas. Fue relativamente fácil desembarcar en una cala protegida de la península de Reykjanes, donde mi contacto islandés me recogió para llevarme a la ciudad, evitando la carretera principal que podría dar lugar a encuentros incómodos, por estar junto a la conocida base naval estadounidense de Keflavik.
Tras atravesar campos de lava recubiertos de musgo, donde las leyendas de la “gente oculta”, fantasmas y Trolls que tanto temen los islandeses se hacen comprensibles, aparecieron las casas de Reykjavik. Me hospedé en el hotel Hekla, donde mi pasaporte de comerciante sueco no despertó sospechas.
Se trata de una población pequeña donde el único interés se encuentra en las casas de los antiguos comerciantes daneses que tenían el antiguo monopolio del país. La presencia militar sin embargo era bastante patente, con presencia de policías militares americanos acompañados de policías locales. Por lo que pude apreciar debe existir al menos un regimiento norteamericano ubicado en la misma ciudad.

No obstante, una cierta atmósfera relajada reinaba en la ciudad. Las chicas islandesas, de bellos rasgos, se suben literalmente a los brazos de los soldados, atraídas por los uniformes o más probablemente atraídas con la idea de salir de la isla. La guerra está enriqueciendo a los islandeses, eso es evidente. Con tantos americanos en la isla, resulta fácil revitalizar todo. Parece que han adoptado fácilmente algunos gustos del tío Sam, por ejemplo los “hot dog” (presumen de hacer los mejores del mundo) y los conciertos de Jazz, como el que tuve la ocasión de presenciar una noche en unas instalaciones militares de las afueras.

También realizan muchos intercambios con los ingleses, concretamente les venden ovejas de las montañas a cambio de chapa ondulada y otras baratijas. La abundancia de chapa inglesa es la razón por la cual casi todas las casas islandesas están revestidas de este material, sin duda los ingleses están comiendo muy bien gracias a este intercambio, siempre que los corderos no acaben en remojo por uno de nuestros torpedos.
Pero para no extenderme más de la cuenta en este informe iré al grano. Mi misión consistía en ir al Este, a los fiordos occidentales. Acompañando a mi contacto islandés, y amparándome en su empresa de construcción, podía justificar mi presencia en la base norteamericana de Reydarfjordur como especialista en conducciones hidráulicas. Allí tenía que observar el destino de esa base, detectada por un Focke Wulf FW 200 de reconocimiento hace unos meses.

El viaje duró varios días por los infames caminos del norte de la isla, ya que el sur estaba impracticable por haberse producido una nueva erupción bajo el glaciar Vatnajökull. El paisaje es realmente grandioso, con cascadas, volcanes, geyseres, desiertos pedregosos y estepas infinitas. Dormíamos en granjas, donde la hospitalidad de los islandeses me hacía olvidar que estábamos en guerra. Aún recuerdo la belleza de aquella mañana donde acompañé a una chica para dar de comer a sus caballos islandeses, pero eso, como el paisaje, es otra historia que contar.
Finalmente llegué a Reydarfjordur, un pueblecito en el fondo de un fiordo. La base se sitúa en la parte alta del pueblo, y como nos explicó el imprudente suboficial que nos acompañaba, tiene como destino servir de hospital en caso de desembarco aliado en Noruega.

Aprovechando un descuido del suboficial que nos atendía, pudimos sacar la cámara y realizar algunas fotos. En esta aparezco yo en el exterior de los barracones, que están interconectados entre sí mediante un sistema de galerías.

Existen barracones para albergar a unos 500 heridos. Actualmente sirve como base de entrenamiento para los nuevos reclutas, realizando proyecciones de documentales sobre la batalla del Atlántico o técnicas de combate a los que desgraciadamente no pude asistir por falta de tiempo.
Sobre la instrucción que realizan pude observar el alto grado de conocimiento que nuestros enemigos tienen sobre nosotros, como demuestran los carteles con las siluetas de nuestros aeroplanos o los colores de nuestros uniformes:

Poseen ejemplos de nuestras armas e insignias que proceden de compañeros caídos.

También tienen muestras de material aliado, en el que no encontré modelos desconocidos.

Me llamó especialmente la atención los maniquíes que tienen dispuestos sobre cómo realizar emplazamientos de puestos de observación, nidos de ametralladoras o baterías costeras.

Conseguí furtivamente una foto sobre el equipamiento invernal de las tropas aliadas, que puede resultar de gran utilidad para nuestros especialistas.

Dentro de los barracones se podía encontrar de todo, como mapas, equipamiento diverso e incluso un ejemplo de cómo se debían disponer las pertenencias de un soldado durante las horas de descanso. Observé que entre las pertenencias se encontraban todo tipo de vituallas para atender cualquier necesidad imaginable, por lo que considero que desde el punto de vista logístico las tropas aliadas deben estar muy satisfechas.

En otro barracón encontré una maqueta sobre la disposición de los barcos dentro de un convoy, supongo que para el entrenamiento de los marinos que pudieran recalar en la base. Me aterró comprobar cómo ya incluyen portaviones de escolta, lo cual no augura nada bueno para nuestros intereses.

Y, finalmente, me quedé absorto delante de un tablón que contenía la carta de un submarino alemán con los cuadrantes que nos son tan familiares. Era una carta de las aguas entre Islandia e Irlanda, esas que conocemos tan bien. La reconocí como auténtica, y esto supone que sin duda el enemigo ha tenido que capturar alguno de nuestros submarinos y, con ello, información que le será de gran utilidad para combatirnos.


Eso es todo. Unos días más tarde estaba de regreso a mi submarino, no dejando de pensar en aquella carta marina, y teniendo el convencimiento que nunca dejaría que mis cartas formaran parte de esa macabra colección. El U-512 volvía a surcar las aguas….
P.D.: Agradezco las facilidades otorgadas por el World War II Museum (Spitalakampur on Haedargerdi, 730 Reydarfjordur – Iceland). Abierto de 10 a 17 horas de junio a agosto
